LAS TRAVESURAS DEL DIABLO
LAS TRAVESURAS
DEL DIABLO
Don
Antonio hablaba sin parar sentado a mi lado en la buseta que de Villeta nos
conducía a Bogotá.
Yo
había tomado la decisión, al desayuno, de viajar a la Feria del Medio Ambiente.
Me dio pereza irme solo, en el carro, sin Claudia quien no podía acompañarme aquejada de un golpe en su pierna izquierda. De tal manera que salí a la
carretera creyendo encontrar un transporte público. Pero no fue así. Entonces
caminé ―el ejercicio, a mi edad, sirve― por quince minutos hasta la autopista
que de Villeta conduce a Bogotá y muy pronto cogí esta buseta.
Pocos
pasajeros iban en ella pero, poco a poco, se fue llenando de gente. Don Antonio
se subió en cercanías de San Francisco, observó el puesto vacío y se sentó.
Ser
pasajero es agradable pues uno puede contemplar el paisaje, las casas y la
carretera sin la responsabilidad de estar al frente del timón. En mi caso,
mirar por la ventana de un bus me encanta, pero me gusta más conocer gente y
conversar con extraños pues cada persona tiene historias asombrosas que contar.
Por mí, andaría en buseta dos veces por semana para recoger testimonios de esta
nación que respira bocanadas de asombros.
Don
Antonio es un hombrecito chiquito, menudo, de anteojos y con noventa años a
cuesta. Yo no le creí. De uno de los bolsillos de plástico translúcido de una
libreta raída extrajo su cédula de ciudadanía: nacido en San Francisco,
Cundinamarca, 1926, febrero quince.
Estoy
por aquí, dijo, visitando amigos y uno que otro familiar. Pero me quedo por
varios días en casa de amistades, pues la familia no es tan generosa y casi
toda emigró ya a Bogotá.
¿Y
qué hace? le pregunté. Pues me dedico a la radiestesia. (Para los incultos como
nosotros copio la definición: “La radiestesia o rabdomancia es una actividad
pseudocientífica que se basa en la afirmación de que los estímulos eléctricos,
electromagnéticos, magnetismos y radiaciones de un cuerpo emisor pueden ser
percibidos y, en ocasiones, manejados por una persona por medio de artefactos
sencillos mantenidos en suspensión inestable como un péndulo, varillas
"L", o una horquilla que supuestamente amplifican la capacidad de
magnetorrecepción del ser humano.”)
En
mi ignorancia sobre semejante palabra le pedí explicaciones al viejito. ¿Y con
qué instrumentos usted hace radiestesia? Esculcó en su americana y del bolsillo
izquierdo, con sumo cuidado, extrajo una plomada o péndulo de color negro que
colgaba de un hilo grueso. Yo fui a cogerlo con mi mano derecha y don Antonio retiró
bruscamente el instrumento y me dijo: «No lo puedo tocar sino yo pues está
protegido por un ángel, el Arcángel Chamuel, e inmerso en agua bendita del
templo de San Francisco de Sales. Si alguien distinto a mí lo toca se pierde la
virtud del péndulo»
De
repente el viejito se quitó el sombrero, musitó unas palabras, y volvió a
colocarse el sombrero. ¿Don Antonio, le dije, por qué se descubrió? Porque
sobre la carretera acabamos de pasar al lado de un altar a una Virgen,
contestó. En tres ocasiones, durante el trayecto que duró una hora y cuarto, el
anciano reverenció de igual manera las estatuas sagradas que colindan con la
vía. Ahora, sólo hasta ahora, caigo en cuenta que las vías y caminos de esta nación
están alinderadas por santos, vírgenes, ángeles, monumentos sagrados, cruces
que recuerdan muertes accidentales, altares repletos de farolas de vehículos en
homenaje a la Virgen María.
Me
contó su vida con la brevedad que exigía el viaje: nació en la vereda de San
Miguel y ya se le olvidó cuántos hermanos tuvo; de igual manera, con cierta
angustia y lamento, no recuerda el número de hijos que tiene ni el nombre de
los mismos, aunque al despedirme y decirle mi nombre, me dijo: «Así se llama mi
hijo menor». Su padre vivió hasta los noventa y cuatro años, su madre murió
cuando Antonio tenía quince. Por parte de familia paterna y materna todos son
muy longevos. Hoy, él, don Antonio vive en Suba Rincón con su esposa.
Una
enorme peña repleta de arbustos, eucaliptos y robles se recostaba sobre la
carretera.
Fue
cantor de la iglesia y tocaba el armonio. A los dieciocho años encontró un
señor con una pequeña caja. Le preguntó de qué se trataba la bendita caja. Era
una cámara de fotografía Kodak. Antonio se engolosinó con la tal cámara. Fue
donde el párroco y le consultó sobre la fotografía. El cura le contestó: «Lo
que se aprende se disfruta toda la vida». Le solicitó a su papá que le prestara
el dinero para comprarla. El padre de don Antonio comerciaba con mercancía
traída de la capital al pueblo de San Francisco. Le facilitó el billete. Don
Antonio me preguntó: ¿Cuánto cree que costó la cámara? Yo le respondí que no
tenía ni idea. Le pidieron cinco pesos ($5.00) por la Kodak. Ofreció cuatro y
se la entregaron. Los rollos de fotografía valían ochenta centavos ($0.80)
comprados en la plaza de San Victorino. Un peluquero del pueblo le enseñó a
revelar las fotos. Le pagó cincuenta pesos por el aprendizaje. Caro, muy caro
me cobraron, decía don Antonio, pero aprendí y me convertí en el fotógrafo del
pueblo.
También
fabricaba escopetas de fisto para cazar palomas, lobitos de monte, guaguas, armadillos,
y revendía munición conseguida por su padre en la capital. Con el tiempo lo
invitaron a una reunión en Subachoque y quedó encantado con el poblado. Durante
treinta años largos tomó retratos a los habitantes de las dos regiones.
¿Cuándo
se fundó la iglesia de San Francisco?, le pregunté. El trece de febrero de
1949, respondió con una precisión absoluta, sin vacilación alguna. Don Antonio
volvió a levantar su sombrero pues pasamos cerca de una iglesia.
Se
quejó de la vejez, me dijo que había ido perdiendo el oído, la vista, el gusto
y la memoria. Cuando yo le hablé del deterioro de la sexualidad, me respondió
que ese era un tema del demonio, y eludiendo hablar de ello, me insistió en las
virtudes de su péndulo que servía para todo: encontrar agua, minas de oro, vetas
de esmeralda como las que él y un amigo localizaron en las montañas de Fúquene
pero que nunca explotaron porque esa es labor muy dura y atrae gente de mala
condición. Gracias al péndulo se puede saber si un viaje le conviene a uno o no
de la siguiente manera: «En un papel se escribe el motivo del viaje, o del
negocio, o de cualquier asunto. Día, hora, destino y razón del mismo. Luego
sobre el papel extendido se hace una breve oración al Espíritu Santo y se
coloca el péndulo a una altura mediana. Si el péndulo gira a la derecha el
programa saldrá bien, si gira a la izquierda no debe emprenderse».
Cuando
yo le revelé que era escritor, don Antonio me dijo que él también lo hacía. Que
había escrito unos poemas excelentes en homenaje a la Virgen y que habían
gustado mucho, que tenía, así mismo, un pequeño libro que iba a publicar en una
imprenta del barrio 20 de Julio titulado las “Travesuras del Diablo” en el que
explicaba todos los embrujos, maldades, perfidias, bromas, carcajadas maléficas
y encantos de los cuales era capaz Satanás.
Y
es más, me dijo que al presidente Santos lo tenían embrujado con esa cantaleta
de la paz, sí señor, lo tiene embrujado el mismísimo Demonio.
¡Cuán
maravilloso es viajar en flota en la nación de Dios, Belcebú y las diez mil
vírgenes!
MAURICIO JARAMILLO LONDOÑO JUNIO DEL 2016
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