UN CAFÉ CON DRÁCULA
El portón medioeval, solemne y bruñido, se abrió sin que yo alcanzase a tocar la enorme campana. Lo vi. Se levantó de su sillón. Extendió su enorme capa, color obispo. No caminaba, levitaba ingrávido a unos diez centímetros del suelo. Una sonrisa, de oreja a oreja, dejaba entrever magníficos dientes. Dos colmillos aparecían, apenas cubiertos por su labio superior, en el que un bigote cuidado dejaba entrever algunas canas incipientes. Drácula, el Conde Drácula, me miró con una fijeza impertinente que provocaba desasosiego. Me invitó a seguirle. Nos sentamos en la mesa de roble: una bella mesa, de madera gruesa, tallada a la manera antigua. El recinto, húmedo y gélido, en una rara combinación de riqueza y ascetismo, provocaba turbación. Mientras el Conde, sobre quien había leído extrañas historias, pedía un café a una criada vestida toda de negro pero adornada con una cofia púrpura, yo me preguntaba: ¿qué hago aquí? ************* Me obsesionaba Drácula: sus aventuras, el séquito...