LA PATILARGA
LA RANA PATILARGA.
Adoro las ranas, y aún más
desde que me leyeron ‘Rin Rin Renacuajo’, hace más de un siglo. Sus ojos
brotados, de colores, unas veces oscuros otros verdes, su sonrisa eterna
sembrada en su boca, su piel brillante, húmeda, tersa ―aunque sus primos
hermanos, los sapos, no la tienen tan tersa, pero a ellos también los quiero, y
mucho―, sus patas largas, los maravillosos dedos de las ranas que con chupas
especiales son capaces de pegarse a un espejo o al follaje, sus poderosos
brincos ―las que tengo aquí saltan hasta tres metros de largo, muchiiiísimo más
que Caterine, pues imagínense que una de mis ranas, casi todas blancuzcas,
algunas de color castaño, tiene siete centímetros de largo y salta tres, ¡tres
metros! 43 veces el largo de su cuerpo, mientras nuestra campeona olímpica
apenas 8 veces. Mi rana, a quien llamo la ‘Patilarga’, es una supercampeona.
Las mil gracias de las
ranas: se limpian sus enormes y simpáticos ojos con su lengua, ¿quién de
nosotros es capaz de hacerlo?; permanecen en una rama, quietas, serenas,
impasibles, horas de horas; algunas duermen de día ―las más―, encogidas en una
esquina como la Patilarga que se sube, al amanecer, a un rincón de nuestro
baño, se acomoda en la esquina más alta, cambia el color de su piel como un
camaleón, y se vuelve casi blanca, casi traslúcida, cierra sus párpados y se
duerme, plácida, sonriente, protegida de alimañas por su camuflaje; croan en la
noche, croaaaa, croaaa, croaaaa, croaaa llamando a su pareja o delimitando su
territorio.
La Patilarga nos ha hecho
pasar varias noches en vela pues se sube a una palmera que tenemos en el
comedor exterior que da a la ventana de nuestro dormitorio y canta y charla a
altas horas de la noche, croaaaa, croaaa, croaaaa, croaaa … Cuando cansado de
oírla me levanto linterna en mano y alumbro hacia donde tararea su llamado,
inmediatamente se silencia, se calla, no vuelve a hablar, se queda quietecita
esperando que no la vean, y por supuesto, no la veo.
Más gracias: en la piscina
salta Patilarga, se pega a uno de los bordes, llama a su esposo, insiste, le
responden allá, a lo lejos, lo invita a bañarse, de noche, la muy necia, a
altas horas de la noche, como cualquier mujer de mala vida, a que venga a
acompañarla y a bañarse en la piscina, empelotas, sin vestido alguno, a surcar
el agua a la luz de la luna, brincar y jugar. Patilarga de pronto se aburre y
brinca, se adhiere a un costado de la piscina, camina zanca a zanca, sube a la
orilla y canta, croa, chilla, charla con su esposo, lo invita a salir y dan una
o dos vueltas por el andén fresco. Acechan hormigas, grillos, polillas y las
atrapan abriendo sus bocazas, lanzando con precisión fantástica la lengua
larguíiiiisima que se desenrolla y retorna con la presa adherida a ella,
cierran su sonrisa eterna y tragan.
Patilarga está húmeda, está
contenta, su piel bañada, sus ojos alerta por si hay algún bicho cerca; con uno
de sus dedos toca suavemente a su esposo, le contempla el lomo, se le acerca,
croa distinto, canta un canto de amor. Patilarga está conmovida, con su corazón
palpitante, su papada se infla y desinfla, mueve los parpados de sus ojos uno
tras otro atrayendo la atención de su esposo. Patilarga está inquieta, da dos o
tres brincos como Rin Rin, de nuevo se acerca a su amor, acerca su boca y le da
un lengüetazo. Patilarga está francamente enamorada. Se queda quieta, mira con
fijeza al Patilargo, croa suavecito, casi que le hace un ronroneo, y de pronto
Patilarga empieza a cantar a pleno pulmón, enloqueciéndonos, trasnochándonos, a
dúo con su enamorado, croa que croa, Patilarga y Patilargo.
Posiblemente regresan a la piscina…
Pero Patilarga, esa noche, y las anteriores no puso huevos, pues no amaneció
ninguna tira de futuros renacuajos en el agua, cordón larguísimo que parece un
rosario de cuentas infinitas. Las que sí han hecho posturas son las
sapi―ranitas que crean una especie de espuma gruesa y clara en la que se
depositan los futuros renacuajitos. Seguía la noche y…
Finalmente se forma una
algarabía tremenda en el jardín: tres o cuatro especies de ranas y sapos
cantan, chillan y bailan. Hay unos sapos morrocotudos, como de una libra de
peso, con sus cueros gruesos y brotados, y unas ranitas tipo sapo, pero
pequeñitas, lindísimas, de tres colores: café oscuro, café más claro y crema;
estas ranitas, muchas ranitas, brincan, croan, se mueven felices en dos
calderos enormes que sirven para recoger aguas lluvias y sobrantes de la
piscina; las sapi―ranitas son de las más ruidosas de todas. Ocasionalmente, en
la quebrada que llaman ‘La Chupalina’ ―no sean mal pensados, una chupalina,
aquí en estas tierras paneleras y ariscas es un chupaflor, un colibrí―, se
encuentran sapitos de no más allá del tamaño de una lenteja, son sapitos de color
oscuro, brincones, vivaces, pero no sé cuál es su canto. Por supuesto hay ranas
verdes, rosadas y hasta bicolores ―mi hijo encontró una así posada en un
árbol―.
LA RANA EN EL ESPEJO PATILARGA EN MI MANO
La Cucha, mi mujer, les
tiene algo de miedo a las ranas, y, con razón se desespera del ruidajo que nos
ha tocado soportar muchas noches.
Ayer, a las ocho de la noche,
la Patilarga o su esposo, difícil saber, se hallaba en la piscina, feliz,
nadando cuan larga es, de un lado a otro. Vimos la oportunidad de agarrar a la
Patilarga. Apenas acerqué mi mano ella salió braceando a la carrera, se situó
en la mitad de la piscina y se dejó caer al fondo, de espaldas, mostrando su vientre
pecoso, haciéndose la muerta. Quedó quieta, quietecita, con sus patas estiradas
y su barriga hinchada, sin respirar. Esperamos un rato. Patilarga, de pronto,
revivió y subió a la superficie a tomar aire: ¡ahí la cogí! Decidido a que
Patilarga no siguiese molestando en la noche me dirigí al bosque, caminé
cincuenta pasos, quizás, y coloqué a Patilarga en una hoja. Me miró, me miró
con sus ojos rayados, sus brotados y simpáticos ojos, era de noche, yo tenía mi
linterna; parpadeó dos o tres veces y brincó lejos. Supuse que Patilarga se
iría a uno de los mil rincones de la arboleda.
A las dos de la mañana un
coro de dos ranas, dos Patilargas, estoy seguro, croaba en la palmera y nos
despertaba.
Por mi parte, si no soy
capaz de coger a marido y mujer, me han vencido y tendré que acostumbrarme al
concierto de las ranas.
MAURICIO JARAMILLO LONDOÑO AGOSTO 2017
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