LA PARADOJA DE LA RIQUEZA


LA PARADOJA DE LA RIQUEZA
Nací rico. Mis padres habían heredado una fortuna inmensa y gracias a su persistencia ‘salvaguardaron’ nuestras riquezas, ¡gracias Dios mío!
Por ello fui concebido en sábanas de lino blanco y crujiente, linos de mil hilos; la barriga de mi madre, de mi maravillosa y dulce madre creció alimentada con proteínas, vegetales, granolas, yogures, cáscaras sagradas, cremas humectantes, oleos y ensaladas de fruta.
Los médicos la controlaron cada mes, sin falta, midiendo la tensión, los azúcares, la glucosa, los ácidos del estómago, la circunferencia de su vientre, el peso de su cuerpo, el color de su piel, el volumen de su cabello, la cristalinidad de sus ojos, la humedad de sus genitales, las venas de sus piernas, la mantuvieron en perfecta forma cuidándola y cuidándome.
Nací en la mejor clínica de la nación. En un quirófano cristalino, aséptico, traslúcido, repleto de los mejores instrumentos para el parto. La decisión de los doctores y de mis padres fue la de un llegar al mundo por parto natural, sin cesárea, sin cuchilladas, sin raquídea, pariendo con dolor y sufrimiento como manda La Biblia, y como recientemente aconseja la medicina moderna pues parir con dolor y de forma normal desencadena un proceso hormonal fenomenal que repleta de leche los senos maternos, lubrica el alma de la madre y embellece piel, cabellos y manos. Así nací, gracias a Dios.
Bebí al instante el caldo calostro de los preciosos senos de mi mamá. Me estaban preparando para resistir plagas e infecciones, dando las defensas que todo bebé, todo ser placentario necesita para enfrentar el hostil medio ambiente de un planeta que produce oxígeno, posiblemente el peor de los venenos pues oxida todo, corroe todo, desmorona con el paso de los años todo.
Mis primeros días eran extraños e incomprensibles pues salir de la tibieza del líquido amniótico al aire gélido me obligaba al sueño y a desear el calor del cuerpo materno. Me cubrieron el cuerpecito con lanas y tejidos traídos de Afganistán y Beluchistán. Al ir dejando la leche materna y el blando y cálido seno de mi madre, me dieron compotas importadas, huevitos de codorniz, caldos de carne con hebritas del lomito más fino, teteros rellenos con leches especiales importadas de Holanda, pañales suaves y algodonosos que no raspaban mis tersas nalgas, zapaticos españoles, medias italianas, blusitas iraníes,  capotas inglesas.
Caminé pronto y balbuceé sonidos guturales y palabras a medias. Me vistieron con los más exquisitos trajecitos. Crecí, aprendí, hablé, toqué todo con mi boca, mis manos, mis pies. Empecé a mirarme en el espejo sin comprender quien estaba al otro lado hasta que un día, mágico día, entendí que era yo, supe de mi existencia, comprendí que una cosa era el mundo exterior y otra mi ser: ¡fui!
Esta es quizás la primera revolución en la que participé ya no como un simio lampiño sino como un niño consciente de su existencia. Entonces ocuparon mi mente y mis oficios matriculándome en el
mejor y más caro de los colegios de la capital. Aprendí letras, números, relaciones humanas, cánticos, himnos, catecismos, normas infalibles, groserías. Descubrí otra ley sediciosa: ¡existen los demás, no sólo yo! Me convertí en un ser social, una persona que convive con otras personas.
Pero… mi entorno parecía una cápsula espacial, una burbuja enorme en la que sólo mis compañeros, mi colegio, mi familia, mis amigos existían. Los choferes, las mucamas, los ‘pajes’ nos recogían al atardecer, nos servían las comidas, limpiaban la casa, la ropa, se encargaban de satisfacer cualquier deseo que tuviésemos, eran nuestra ‘servidumbre’. Molicie, almohadas suaves y perfumadas, postres exquisitos, lo que uno quisiese hubiese mamá o nó, se le servía. Nuestros deseos eran órdenes y nuestra voluntad mandatos. Así viví diecisiete años: ¡haciendo lo que se me viniese en gana!
A la universidad, al doctorado, a las especializaciones, a los viajes, a aprender otros idiomas.
Mandaba y me obedecían; deseaba y se cumplía; soñaba y se realizaba; el mundo a mis pies, la preeminencia, la soberbia, la resolución y el cumplimiento de mis deseos. Naturalmente que no era un imbécil pero tampoco un genio, era un hombre promedio…
Sigue…
***
LA PARADOJA DE LA RIQUEZA II
Mi familia nuclear creía en mí. Tomamos la decisión de no partir la riqueza en cuatro o cinco pedazos al fallecer nuestros padres sino conservar el patrimonio intacto y aumentarlo bajo mi égida. Esto no me produjo orgullo o preeminencia alguna sobre mis hermanos y mi madre sino una profunda y aún más arraigada convicción: ¡estaba destinado al éxito!
Ocupé variados cargos el primero en la banca de Singapur, luego en Hong Kong (incluso, les cuento, aprendí algo de mandarín lo que me daba un lustre especial entre mis congéneres, todos ellos banqueros, industriales, comerciantes, agricultores poderosos); más tarde en Bonn, luego en Nueva York y finalmente en Londres.
Ser banquero, manejar el mundo de las finanzas, estudiar los mercados, avizorar el futuro del capital, apostar con tino, medida y sangre fría a la Bolsa, acuerdos privados y muy secretos entre banqueros (siempre cuidándonos de no caer en prácticas monopolísticas, o por lo menos que no se descubriesen) me producía un cosquilleo singular: sentía fluir el dinero por las arterias de La Tierra como si fuese un líquido sagrado que no se podía derramar ni obstruir pues en el primer caso la sangría despedazaría a la especie y en el segundo el infarto del sistema sería total.
La Banca es la cumbre del capital, la pirámide de la riqueza acumulada en forma de billetes, oro, joyas, bonos, hipotecas, letras… Captar al menor porcentaje y prestar con tasas altas es como dice un periodista argentino en medio de su profunda modestia porteña “es un arte muy especial que a veces se logra, otras veces no, pero siempre hay que intentarlo”. Y yo, hombre promedio lograba desde la cúspide de mi cargo colocar el dinero de los accionistas del Banco con los mejores rendimientos. Naturalmente los bonos que como Presidente de la institución recibía año por año eran jugosos, justos premios a mi tarea financiera.
Coleccionaba mujeres pero no como coleccionador de estampillas sino porque ellas también querían ser coleccionadas por mí pues eso las acercaba al poder y la riqueza. Caballos árabes y de paso fino colombiano, carros, licores costosísimos, yates, trajes, aviones, todo eso tenía; y en especial me fascinaban los pantaloncillos interiores y las medias nuevas.
Seguí moviéndome en el Planeta como un águila, un tigre siberiano, una orca del Pacífico. Me convertí en una especie de oráculo de los millonarios, un hombre ―sin mediar democracia alguna―,  al que todos consultaban y acataban resultado del ascenso no vertiginoso sino justo al tratarse de un joven de ‘buena familia’ relleno de audacia, estudios y donaire especiales. Algo en mí me mantenía modesto y convencido de que, aunque en la cumbre del éxito, inflarme como un dirigible era un desacierto filosófico.
Y… ahí, en la Cima acaeció.
¿Una mujer, drogas y licor, un mal paso, un descubrimiento?
Continuará…
***
LA PARADOJA DE LA RIQUEZA III
Y me cogió del cogote, me tiró al suelo, clavó en mi alma un puñal tan profundo que hirió mis vértebras y malogró mi sangre, tiñó mi espíritu de horror y deshilache. ¡Quedé desfragmentado!
Todo ocurrió inesperadamente, una noche de esas en las que celebrábamos una victoria financiera más la colocación de bonos apalancados con hipotecas con un extraordinario rendimiento, lo que engordaba aún más nuestro banco.
Se apareció en forma de mujer, pero luego supe que no era sino el demonio con caderas de mujer. Ojos de carbón y piel blanca. Me la presentaron como una abogada de éxito. Bebimos mucho. Subió a mi apartamento. Estábamos tan borrachos que simplemente nos dormimos en mi cama sin que hubiese sexo de por medio. Amaneció tarde, esto es, nos despertamos sin afán alguno, era fin de semana. Salimos a desayunar juntos. Quedamos de vernos pronto. Hasta luego.
Alguna semilla sembró en mí, como si me hubiesen rezado. El lunes las tareas me alejaron de su sombra. Pero al anochecer, tarde, muy tarde en la noche agarré el celular y la llamé. No puedo, me
dijo. Hasta luego. Era la primera vez en años que se desprendían de mí como si fuese un objeto despreciable o innecesario. Me agalliné. Los días siguientes la bruma de los negocios y las nubes del dinero me entretuvieron, pero… en la noches los ojos de carbón me perseguían. Aceptó pero puso condiciones: en un hotel, lejos de la City, con champaña de mi parte y ella llevaría… ¡sorpresas!
Nunca, jamás me había preparado para una mujer como lo hice esa tarde. Al preguntar por ella a mis amigos la exaltaron: ¡es extraordinaria, inteligentísima, hábil, no le conocemos novio! Extraña mujer, muy agradable y sola. Tanto mejor. ¿Interrogantes?: ¡todos!
Fue el esplendor, la agonía de la felicidad. Ella me trajo no sólo su cuerpo sino su vitalidad, una especie de convulsión reptiliana que me retrotrajo al origen de las especies, a mi ser antiguo, a las eras antediluvianas.
Por mi parte la champaña más fina servida en copas doradas…, y la sorpresa de la niña de ojos de carbón fue su entrega pasional, su beberme sin pausa ni reposo, su lucidez al sentarnos a la mesa a desayunar como lo merecemos los que estamos en la cúspide del poder: ¡con las más finas viandas!
Yo había sido hasta entonces una especie de niño sano, un joven que ascendía por la escalera del éxito gracias a mis orígenes y a mi esfuerzo. Contadas ocasiones me llevaron a la alucinación de las drogas. Prefería unos buenos tragos, no una borrachera de esas que lo dejan a uno tirado en el suelo babeando y sucio con las propias miasmas resultado de la pérdida total de la conciencia y los reflejos.
Sin embargo con esta mujer que estaba sembrando en mí raíces afrodisíacas abrimos su cartera y sacamos, como si fuesen serpientes rojas, un condominio de drogas y artilugios que nos condujeron al éxtasis, crackeamos, nos tranquilizamos como elefantes, y nos lanzamos a esteros de carbono. Toda una tarde, un anochecer con destellos, las luces del alba difuminadas en la borrachera del espíritu. Paramos de súbito esta peligrosa danza psicoactiva. Me dio miedo.
Hablamos de todo, nos contamos cuitas de la infancia, recuerdos de la adolescencia, intimidades que a nadie por mi parte había revelado. Algo me ordenaba sincerarme, abrirme como una flor de cactus nocturna, desplegar todos mis pétalos ocultos. Dos noches y tres días y ¡quedé en sus manos!
La descubrí a ella en su brillantez y me fascinó. Nos despedimos. Hasta luego.
Y… ¿?










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