UN VIEJITO
UN VIEJITO EN EL CAMINO
ME dirigía donde el monstruo según
dice él de sí mismo…
―Yo creo que todo el mundo, o
mejor dicho, casi todo el mundo piensa que yo soy un monstruo, una aberración
de la naturaleza, un yerro de la especie ―Así hablaba el monstruo en nuestra
reunión de las 6:30 p.m.
Pues bien, como si fuese una
locura siniestra, un acto de brutalidad singular e inexplicable me dirigía
donde el monstruo en mi Nissan Sentra modelo 2011, rojo, veloz, excelente,
suficiente carro para mí quien, como el expresidente Mujica piensa, los carros
no deben cambiarse sino repararse y sólo cuando se desmoronen literalmente, ahí
sí, buscar otro. Salí a las tres de la tarde de mi finca, pagué el peaje y en
la soledad más abrumadora decidí apagar el radio y acompañarme por mi cerebro,
ver los árboles y el vecindario, recapacitar acerca de las bestialidades que
cometemos y los pocos aciertos que alcanzamos.
Destino cierto: ¡el monstruo!
En una curva de la carretera, sobre la montaña, cerca de la
venta de miel de abejas, Apícola La Pedregosa, un viejito de sombrero y vestido
de paño observaba el horizonte, el paisaje, los carros que pasaban a sus pies.
La casita prefabricada muy bien pintadita tiene chambranas blancas que cercan
el corredor frontal de la vivienda. Edificada sobre una pequeña explanada, es,
sin lugar a dudas, el refugio último del viejito.
Parado, inmóvil, como una estaca humana, el presente del
viejito es regresar a su pasado; cada vehículo le traquea en su cerebro pero no
logra distraerlo de su presente que no le conmueve ni acongoja pues no sabe que
está en el hoy, ni le roba el pasado pues ahí es donde vive, por ello se para
junto a la baranda, día tras día, desde al alba hasta el atardecer, oteando
nubes, lluvias, ruidos, sueños, pájaros, árboles, colinas, recuerdos,
nostalgias, perfumes, amores, dolores, cicatrices, emociones, tristezas,
soledades, ruinas.
Tiene ochenta y seis años, sombrero de fieltro negro, camisa de
color, manos repletas de arrugas gruesas y ásperas que recuerdan el azadón y el
machete, le faltan tres dientes y varias muelas, el pelo es brillante aún pero
escaso, canoso y algo sucio pues el baño no es su costumbre diaria, los ojos
con dos terigios uno de los cuales le llora permanentemente, la musculatura
reblandecida, fofa y repleta de estrías aunque conserva fuerzas suficientes
como para acompañar a sus nietos al pico de la montaña. Ellos van en búsqueda
de moras silvestres, orquídeas de tierra fría y leña para la estufa.
Vi al viejito como una exhalación porque yo iba manejando,
pero inmediatamente me vino a la mente la historia del hombre…
Nació en Vergara, Cundinamarca, un pueblecillo literalmente colgado
de la cordillera, cruzado por una calle pendiente y una carrera imposible, con
una iglesia que eleva su techo pintado de azul virgen por encima de las demás
construcciones, la última de las cuales se erigió en el año 1947. Las casas son
viejas, con muros gruesos y techos de teja de barro o zinc. Vergara se fundó en
el año 1800 y se convirtió en Alcaldía en 1936. Un parque pequeño, inclinado y
repleto de escalones es todo el adorno del poblado. El clima medio, las
montañas terriblemente escarpadas cultivadas en pastos, caña de azúcar para
producir panela, las quebradas y ríos clavados en lo más hondo de los cañones,
el paisaje alborotado por neblinas, bosques salvados de la hecatombe gracias a
sus cuestas y abismos; y seis mil almas vegetando en Vergara, adormecidos en el
pasado como en el cuento de la Bella Durmiente, anclados a los caminos de
herradura, a las mulas de carga, al azadón y el chuzo, a los rosarios infinitos
que se desgranan en eternas jaculatorias y ave marías ante el ataúd de don Deogracias,
último muerto en los últimos catorce meses; cuatro mil campesinos aferrados a
sus minifundios pues lo único que les queda en esta vida es la Virgen, el Señor
y las gallinitas sueltas que picotean, escarban y gusanean.
El viejito es vergarense o vergareño y fue el quinto de doce
hijos que se criaron de milagro, o más bien se criaron gracias al milagro que
produce el campo, el aire sano, la yuca, el guarapo y los huevos colorados de
la jaspeada. A los siete añitos ya trabajaba, junto a su padre, en las lomas
del amo Gilberto cultivando caña y sembrando pastos. Cuando cumplió catorce
montó por primera vez en una chiva que lo llevó al pueblo a misa, a confirmarse
con una cachetada que le dio monseñor Portillo quien visitó a Vergara por
primera y última vez en las postrimerías de los 40´s. Vio pasar el fuego
salvaje de ‘La Violencia’, oyó los gritos de angustia de doña Mercedes ante el
cadáver de sus tres hijos conservadores y se enteró del incendio del rancho de
don Euclides y la persecución a su patrón Gilberto por parte de los cachiporros,
que machete en mano ejecutaban por cuenta de Laureano y Ospina Pérez a cuanto
liberal hubiese en las veredas.
Bajaba a la quebrada La Blanca a recoger el agua para la
comida, y el ascenso a la casa familiar le tomaba casi media hora. En el camino
se encontraba guacharacas alebrestadas y grillos pecosos, ranitas de colores y
abejorros zumbones, hablaba con las sombras y las almas llorosas que recorrían
el monte en la tarde, se sentaba, en ocasiones a soñar con las brumas, volar
como pájaro, llenar su barriga esmirriada con frutos del bosque y semillas de
las orillas de los caminos, se imaginaba qué sería de su vida si hubiese
aprendido las primeras letras, escarbaba un hormiguero de esas hormiguitas
chiquitas, medio rubias y feroces que se enloquecían de rabia y salían a
defender su hogar con la mayor de las furias, orinaba sobre ellas y las veía
abochornadas e inquietas ante el chorro caliente que les caía encima; a veces
se encontraba un caracol enorme caminando como lo hace el Estado, con la
lentitud de su baba y la pesadez de su caparazón, lo alzaba, esperaba que le
salieran las antenas, le brotara todo el cuerpo y entonces lo tocaba suavemente
sintiendo el frío pegajoso del molusco; el caracol se encogía y a los pocos
minutos volvía a salir creyendo que nadie ni nada lo molestaría, tal como
ocurre con los funcionarios oficiales que se encavernan en sus oficinas y
cuando salen a atender un reclamo ciudadano sacan sus antenas y todo su ser baboso,
viscoso, supurando miedos, angustias, temores, por lo que se niegan a aceptar el
requerimiento muertos de pánico ante la posibilidad de ser despedidos.
Toda clase de plagas, insectos, animales y fantasmas
enriquecían la imaginación del muchacho, aunque también las jugarretas con sus
hermanos le entretenían de manera maravillosa. La dureza del trabajo que desde
su más tierna edad asumió como parte integral de su existencia, las rasgaduras de
sus manos provocadas por las rudas herramientas, las cotizas de fique que tenía
que estar arreglando en las noches para no caminar descalzo, las dos mudas de
ropa rotas y viejas, el sombrero tronchado herencia de su padre, la cadena
insoportable de días y días sin descanso, trabajar de sol a sol, agachar su
cerviz ante el surco y el amo, sudar la gota gorda por el esfuerzo, regresar al
rancho a sorber sopa de pasta y tal cual hueso, dormir acompañado de tres
hermanos más, levantarse con las luces del alba, soplarse un poco de agua sobre
la cara, recibir una aguadepanela de su madre con un huevo duro y un pan viejo,
acompañar al padre y a otros hermanos a la misma tarea, la de todos los días,
la que embrutece, ciega, aturde, aplasta las neuronas, repetir sin descanso
alguno esa maldita labor, así hasta que cumplió veintiocho años cuando, atraído
por Carmentea, decidió irse de la casa.
Vendía su trabajo al mejor postor pero pocos postores había
en las veredas de la lejana y abismal Vergara, por lo que el jornal diario no
lo ponía él sino algo etéreo, singular, extraordinario, el mercado laboral que
se rige por una ley: pagar lo mínimo
para recibir lo máximo. Por tanto su esfuerzo de sudor y callos le daba
escasamente para mantener a la Carmentea en esa choza que le habían vendido a
cuotas y que tenía un solarcito diminuto donde corrían cinco gallinas, unos
pollitos, el gallo basto y cuatro parejas de curíes. Allí, al pie de uno de los
muros del rancho centenario encontró un cofre de madera con fuertes cerrojos
que contenía monedas de cobre sin uso fechadas en 1804 y que por supuesto de
nada le sirvieron.
Lo que mantenía hipnotizado a nuestro personaje era el
paisaje extraordinario repleto de verdes y cordilleras, el oxígeno purísimo que
respiraba, la tranquilidad que tras acallar ‘La Violencia’ se sentía por
doquier, la soledad que como un traje de fique le acompañaba desde que sus
hermanos, su familia toda se había ido yendo, graneadita, de a poquito, uno
tras otro, hacia la capital o hacia el cementerio.
Semana tras semana servir como siervo de la gleba en las
tierras de los vecinos ricos o acomodados, partirse el lomo cortando caña,
cargando caña, acomodando caña en la mula, bajando brazadas de caña al
trapiche, hirviendo jugos de caña, hormando las panelas, metiendo bagazo seco
para el fogón, arreglando en el costal ralo las cargas de panela, arriando las
mulas para llevar la carga al pueblo, dos horas largas de camino, lloviendo o
en verano entre barriales o polvaredas, subiendo y bajando lomas.
Y regresar a su trabajo.
Por supuesto preñó a Carmentea sin pausa ni reposo y se
llenó de mocosos que correteaban y berriaban día y noche. Parir muchachitos era
como la cosecha de guanábanas:
Carmentea los noviembres se acostaba, encogía sus piernas, gritaba atendida por
la señora Petra, sudaba y mordía un palo para soportar el dolor de parir. A los
dos días estaba, sangrando pero de pie como si nada, cocinando, lavando,
enseñando a los críos, dándole teta al recién nacido. Nuestro personaje, pleno
de poderes reproductivos, volvía a las andadas y de nuevo Carmentea sentía
brotar en su vientre el pataleo de un nuevo bebé. Dieciséis hijos tuvieron.
Corrieron los años, la mayoría de sus hermanos se fueron
para la capital, él se quedó claveteado en la choza, viendo crecer su prole,
repitiendo los pasos de su padre, enseñando a sus hijos a trabajar, a romper la
tierra, a recoger las cosechas, hasta que le fue escaseando el pelo, se le
mermaron de a poco las fuerzas, orinaba más de seguido, no veía bien, tuvo que
usar antiparras, apoyarse en los cercos quejándose de la espalda, ya no pujaba
encima de su mujer sino ocasionalmente y su semilla se volvió estéril, por
fortuna. Se marchitó como un helecho seco, su cara la cruzaban innumerables
arrugas gruesas, sus brazos se le fueron enflaqueciendo, sus piernas temblaban,
no podía tenerse de pie, todo le dolía. Carmentea seguía enérgica y alegona,
cuidando de su prole ya muy crecida hasta que los abandonaron todos emigrando
también para la capital.
A los setenta y nueve años, recostado en el rincón de su
rancho, con bastón y sucio sombrero de fieltro, al viejito lo recogieron los
hijos mayores, lo llevaron a la casita prefabricada, la pintaron, le mantenían
un mercadito escaso pero suficiente, y en una de las dos piezas acomodaron una
cama doble para que los dos viejos pasasen el final de sus días algo
tranquilos.
Un amanecer nublado en que hervían los vapores del valle del
Río de La Magdalena, mañana lluviosa y tétrica, su Carmentea de toda la vida
apareció tiesa, fría, yerta y afónica. El viejito no entendió lo que pasaba
pues sus entendederas no estaban en el hoy sino en el ayer. La vecina que subía
la loma todos los días encontró el cadáver silente y al viejito bien vestidito
parado en el corredor mirando al horizonte, callado él como su alma que se
hallaba muda hacía ya muchas lunas pues hasta las palabras se le habían ido,
tal su soledad, su estar en el ayer, silencioso como el caracol, silencioso
como el agua estancada de las lagunas, olvidado como pasa con los que envejecen
y se vuelven seres a medias, seres inútiles, bultos incómodos, medio personas,
personas a medias, pedazos de personas.
Yo, que me dirigía hacia donde el monstruo, miré de reojo
hacia la loma y vi el viejito y me imaginé su historia, y seguí veloz confiado
en que mi encuentro con el monstruo sería uno más de tantos que he tenido con
ese amigo monstruoso que como los monstruos de los cuentos de niños es
horroroso, miedosísimo, terrible pero atiborrado de gelatina, miel y panela.
NOV.
2017
Comentarios
Publicar un comentario