La culebra empelota
LA
CULEBRA EMPELOTA
Mi mujer gritó como
gritan las mujeres con un grado de alarma tal que uno piensa que el mundo se va
a acabar, pero al fin de eso se trata, de llamar la atención sobre el peligro.
― ¡Una culebra, una
culebra! ―gritaba mi Cucha con el pavor que a esta alimaña y a los ratones
tienen las mujeres. A mí, lo confieso sin sonrojarme las arañas me provocan el
mismo miedo. Terror absoluto.
― ¿Dónde Cucha,
dónde?
Nos dirigimos al
cuarto con la linterna. No teníamos energía hacía tres días pues el
transformador se quemó con un rayo en medio de la tremenda tempestad del lunes.
Alumbraba la Cucha y yo no veía moverse nada.
― ¡Allí, allí! ―Miré
con atención y vi un forro, un vestido de culebra, el traje elegante que la
señora serpiente se había quitado.
En el transcurso del
día jueves la casa permaneció en silencio y tranquila pues la cerramos con
candados al salir madrugados hacia la Sabana de Bogotá. La culebra de un metro
y medio de largo, eso medía su piel de la cabeza a la cola, seguramente en el
silencio de nuestro hogar, serena y sigilosa como todas las culebras ―así son
las de las deudas, las de los chanchullos, las de los entuertos―, se debió
retorcer poco a poco quitándose el ropaje desde la cocorota hasta la cola, contorsiones,
estremecimientos de varias horas, hasta dejar sobre la cama de huéspedes su antigua
piel brillante, escamosa, blancuzca, impecable, sin puntada ni costura alguna.
Cuando levanté ese cascarón flácido me impresionó la perfección del forro,
largo, flexible, la abierta cabeza como si fuese un dibujo en tercera
dimensión, y todo el cuerpo que contuvo esa vieja piel ido como un fantasma,
evadido de su estrecho encierro.
Como sé que las
culebras al cambiar de piel entran en una especie de sopor pensé dos cosas: la
primera, el que muchos visitantes, amigos, parientes, nieta, hijos,
probablemente durmieron cerca de ese basilisco silencioso y eso me hizo reír
muchísimo; la segunda que la culebra debería estar dentro de la casa, bajo un
mueble, en un closet, en los baños, tras las puertas. En la oscuridad de las
diez de la noche alumbré cuanto sitio se me ocurrió, me asomé bajo las camas,
miré tras las cortinas, busqué en los rincones y ¡nada! ¡Qué peligro!
La Cucha me dijo:
― ¡Yo aquí no me
duermo sola, necesito que te acuestes conmigo ya! ―Agradecí a la víbora el que
mi esposa me insistiese en yacer en el camastro juntos, en tinieblas, abrazados,
besándonos y quien sabe haciendo qué picardía. ¡Qué vivan las culebras! me
dije. Pero, en serio, la Cucha se quedó conmigo
resistiéndose a ir sola a la habitación.
Yo prendí seis velas,
rodeé mi libro en el que leía a José Donoso y su fantástica novela ‘El lugar sin límites’, y le comenté a la
Cucha que nos tranquilizáramos, que las culebras son seres calmosos si no se
los molesta y que con la luz del día entrante me encargaría de buscarla hasta
dar con ella. La Cucha me miró con cara de angustia, se le descolgó la barbilla,
le brillaron húmedos sus hermosos ojos azulgrisosos, tal el miedo que tenía.
Hacía frío. Las
noches de lluvia en Villeta son muy frescas. La Cucha se dirigió al cuarto,
levantó un suéter y salió gritando, pataleando como los niños cuando se queman con
la llama de las velas, brincando:
― ¡La culebra, la
culebra! ―Me fue difícil calmarla. Ella señalaba nuestro cuarto. Le dije que me
acompañara. Ella no quería.
― Cuchita linda,
tranquila que necesito ver dónde está Doña Culebra desnuda, cambiada de ropa,
empelota. ―La convencí y temblando me mostró el lugar: la serpiente,
adormilada, enchipada, enroscada, lisa y brillante, de colores amarillos y
verdes, estaba feliz metida entre la ropa de mi Cucha. La alumbré, ella se
despertó, sacó una lengua hendida vibrante, me miró con ojitos diminutos pero
luminosos y se volvió a acomodar.
‘Ahí
va la serpiente de tierra caliente
que
cuando se ríe se le ven los dientes…’
¿Cómo agarro este
animal relativamente grande y probablemente venenoso, y qué hago para que no me
muerda? Se me ocurrió envolver mi mano en un toallón, acercarme poco a poco alumbrado
por la valiente Cucha que enfocaba hacia la culebra, y a la velocidad de la luz
le agarré la porra y la saqué del cuarto.
En el salón comedor
pude acomodar al reptil que se enroscaba en mi brazo y se sacudía con fuerza.
La culebra no era gruesa sino larga, fría y babosa, muy babosa. Le coloqué un
bastón en la porra y la eliminé con mucho pesar de mi parte pues cada que me
encuentro una siempre la llevo viva al monte y allá la dejo tranquila. Pero esa
noche, tenebrosa, sin luna, lluviosa, sin luz y con algo de miedo al posible
regreso de la serpiente tuve que matarla. ¡Qué lástima!
Muerta la culebra
murieron bastantes días difíciles, repletos de problemas, de dificultades, de
desencuentros y de angustias. Con el ofidio sacrificado desaparecieron los
males y al otro día brilló el sol, se fueron las nubes del terrible invierno y
todo entró en calma.
MAURICIO
JARAMILLO LONDOÑO ABRIL
DEL 2017
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