LA ARAÑA ENGAÑOSA
LA ARAÑA
ENGAÑOSA
El
Infierno, en la obra de Dante, es el lugar más terrible a donde descienden las
almas, condenadas por sus espantosos actos en La Tierra. Sin embargo, en La
Divina Comedia, Aracne ―hábil tejedora del Reino de Lidia (hoy región turca),
quien fue transformada en araña por Atenea― no vive en territorio del Diablo
sino en el Purgatorio.
Creo
que Dante cometió un grave error, pues la araña, ese ser maligno de ocho patas,
peluda, depredadora, solitaria, con colmillos llenos de veneno, de múltiples
ojos, saltarina, blanda, que inyecta a sus presas enzimas digestivas y las
envuelve en tela traslúcida―pegajosa―fluida, hasta que finalmente, paralizado
su recluso, se lo bebe por completo: ¡la araña debería presidir el Averno al
lado de Satanás!
Les
comento esto, porque hoy vi una araña de largas y sensibles, muy sensibles
patas, tocando cuidadosamente las baldosas de mi ducha. Fui a bañarme, y como
vivo en una finca de clima tropical, es muy común encontrar toda clase de
insectos y alepruces en los más increíbles sitios de nuestro hogar.
Pues
bien, cogí una chancleta azul listo a darle un sopapo a la tal araña, quien
apenas notó mi presencia, rauda se coló tras la cortina de la ducha. Corrí con extremo
cuidado la cortina y por ningún lado apareció la tal araña. Como ustedes habrán
notado, tengo aversión, repulsión total ante estos insectos.
Me
desnudé y me miré al espejo ―no me gusta mi cuerpo pues la barriga y los pechos
se han inflado un poco, no en demasía, pero si lo suficiente como para renegar
de lo que veo―, y a bañarme.
Lo
asombroso, me decía yo, es que el animalejo hubiese desaparecido. Incluso
llegué a pensar que mis nervios me estaban jugando una broma pesada y que el
monstruo no existía sino en mi imaginación. Sin embargo no le creí a mi
retorcido cerebro y seguí buscando el insecto maldito. ¡Nada!
Abrí
el grifo, salió el agua fresca, deliciosa, me metí bajo ella, pero continuaba
pensando en la araña. Sabía que era muy pequeña, de unos dos centímetros pero
con patas largas, delgadas, horribles, patas “quebradas” en varias partes,
ondulantes, palpantes, que son capaces de llevar el cuerpo de la tarasca a
cualquier rincón, a los lugares más recónditos, a las penumbras más impenetrables.
Noté
que en una esquina del piso del baño yacía un objeto retorcido, quieto,
encogido, negro. Miré con atención, y de pronto, súbitamente, la maldita cosa
se transformó en araña, en la araña que había visto, y arrancó, veloz, a andar
con ese ondulante y pavoroso paso que les caracteriza, a trotar, a galopar
hacia mí. Lo único que se me ocurrió fue coger un cepillo de dientes que tenía
a mano e intentar golpearla. Esquiva, la perversa, corría de un lado a otro,
subía y bajaba. Sabía yo que me estaba mirando desde su altura, dos
centímetros, lista a saltar sobre una de mis piernas, prenderse allí y quizás,
chuparme, intoxicarme, intentar matarme. Por fortuna pude destrozar a la araña
y vi, con horror, como sus patas seguían, después de la muerte, temblando, moviéndose,
tremolando, intentando reordenarse con el mismo cuerpo yaciente para revivir y
tirarse contra mí, atacarme. Naturalmente les fue imposible hacerlo pues les
lancé, al cuerpo y a las patas, agua a borbotones para que descendieran por el
sifón hasta el mismísimo infierno. Descansé y me bañé tranquilo pero…
Algo
me hizo pensar en la araña, en el mundo de las arañas, en su condición de ser
espantoso, espeluznante. Además de recomendarle al Poeta Supremo la inclusión de este animal en El Infierno, ¿qué he
concluido?: estos insectos que pululan en el planeta ―hay 45.000 especies distribuidas
por todos los rincones―, son seres inteligentísimos, llenos de recursos,
hábiles, dúctiles, veloces, que llegan, como en el caso de mi araña, a hacerse
la muerta para que no la destruyan. ¡Saben engañar, las malditas!
Las
he visto correr a la velocidad de la luz desde el prado hacia las oscuridades
del sofá, detenerse súbitamente cuando ven que alguien intenta chancletearlas,
galopar en zigzag, saltar con brincos terroríficos, meterse bajo las patas de
una mecedora escondiéndose como vampiras, sacar sus ocho artejos de las patas delanteras
tras una caja de libros o desde el cajón de un clóset tanteando el panorama;
están siempre listas a brincar sobre uno.
Tejen
su engomada seda de un geranio a otro para atrapar bellas mariposas violetas,
preciosos grillos verdes, laboriosas abejas, pulgoncitos rechonchos, polillitas
de alas ajedrezadas, rojas y pecosas mariquitas,
mantis de ojos ariscos, en fin, cazan de todo, se tiran sobre los cuerpos de
sus víctimas, les clavan sus pavorosos colmillos, envuelven a su presa dentro
de una especie de sarcófago húmedo, engomado, blancuzco, escalofriante. Sé,
además, que uno de sus mayores placeres, es mantener al ser atrapado, vivo,
latente, para que le dé sus jugos, su savia, y como una drácula infernal, irlo
degradando, poco a poco, hasta matarlo definitivamente.
¿No
es cierto, amigos míos, que Dante se equivocó, y que ese engendro de las
Tinieblas Eternas debería desaparecer para siempre y hundirse en el fuego del
Averno, puesto que engaña, chupa, pica, muerde, infecta, pudre, envuelve,
transita, en silencio, con almohadones de seda en sus hórridas patas hacia las
oscuridades y los huecos de nuestras viviendas, y emite chillidos demoníacos
cuando apresa algo o a alguien?
MAURICIO JARAMILLO LONDOÑO JULIO DEL 2016
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