UN VIAJE A LA ISLA DEL FIN DEL MUNDO
Días
de días sin escribir, escudado en la operación de mi esposa y sus decenas de
terapias con los consiguientes viajes y estadías en Bogotá, meses en los que
pude repasar lo escrito y tratar de organizar los temas en: NOVELA, ENSAYOS, CUENTOS Y
RELATOS,
DIARIO o
SEMANARIO
y SOLUCIONES.
Días
de días quejándome ―viejito cascarrabias―, como un grinch por no poder estar
solo, sentado frente a este aparato escribiendo―pensando―especulando, diciendo
huevonadas, creyendo que algo valgo, ilusionándome con mis creaciones… pero al
fin y al cabo eso es lo que quiero ―escribir― en las postrimerías de la vida al
terminar el paso por este territorio antes de convertirme en gusano.
Y
para colocarle corona a la pereza, a la vagancia ―justa a nuestros años―, nos
embarcamos para San Andrés y Providencia a finales de noviembre.
Habíale
yo argumentado a mi tío y a mi hermano, y a sus parejas respectivas, que si no
emprendíamos pronto este viaje dada nuestra edad, podría alguien de nosotros
fallecer o enfermarse gravemente hasta el punto de contraer una peligrosa
dolencia tipo Alzheimer, o un derrame cerebral, o un infarto fulminante, o una
parálisis de un costado del cuerpo que dañase el paseo; logré convencer a estos
viejitos parientes míos para emprender rápidamente el éxodo.
Todo
fue perfecto. Las reservas aéreas a tiempo, los hoteles tal y como nos lo
habían descrito, los tiempos de ingreso y egreso de las islas exactos, todo
bien, todo bien.
En
San Andrés planeé quedarnos lo menos posible, pero la tentación de comprar en
la isla derrotó mis endebles argumentos ante las señoras; las viejitas se
engolosinaron en los almacenes, las perfumerías y las licoreras. La verdad:
buen comercio, barato el trago, artículos chinos por montón, ropa de marca
maquilada en Guangzhou, perfumes, lociones, zapatos, sombrillas, manteles...
¡qué desesperación! Descubrimos, sin embargo, que la isla de San Andrés ha
mejorado mucho infraestructuralmente, tiene buena hotelería, restaurantes,
iglesias, cuevas, negras preciosas, isleños hablando creole, pero ante todo
unas playas y un mar, una fantasía luminosa de azules y verdes, aguamarinas y
jades, violetas y esmeraldas.
Sus
arenas blancas como talco e islotes hermosísimos, los paseos alrededor de la
isla, el ascenso a la cúpula de la Iglesia Bautista desde donde se ve todo el mar
Caribe, cálido, amurallado por cocoteros y brisa, batiendo con suavidad sus
bandadas de peces tropicales y lamiendo sus corales arcoíris, mundo marino de viajes,
de buceo: amerita estar varios días en San Andrés.
Claro
que hay mucha gente, mucho turista de chancleta, bastante basura en las
carreteras perimetrales, escombros mugrosos en las rutas, casuchas pobres que
revuelcan el hígado porque muestran nuestra desigualdad y miseria centenarias, el
abandono estatal; por igual tristes caseríos turísticos alrededor del Hoyo Soplador y subdesarrollados
espectáculos en la Cueva de Morgan.
Qué
gobiernos tan brutos, qué bestias de gobernantes, no ser capaces de tener
impecable, limpia, bañadita, enjabonadita, transparente, a esta islita
minúscula poblada por unos cuantos miles de habitantes, codiciada por Nicaragua,
visitada por tantísimos extranjeros deseosos de explorar la segunda barrera de
coral del planeta, disfrutar del trópico, amar a negras de miradas de aceituna,
pasear con negros musculados y arrechos, fumar la mejor marihuana del mundo.
Pero,
y este pero vale mucho, ¡qué mar, señores, qué mar!
Volamos
al amanecer a Providencia, al atolón, a la isla de mis sueños; veinticinco
minutos en avioneta para ver emerger de entre el océano unos picos montañosos
verdes rodeados de aguas translúcidas de azules diversos.
El
aeropuerto muy lindo, construido con madera, llamado El Embrujo.
La
carretera perimetral en muy buen estado con sectores en proceso de
reconstrucción y un excelente pavimento.
El
hotelito Posada del Mar de
veinticuatro habitaciones, lindo, pintado al pastel: rosado, jade, morado, índigo,
excelentemente bien atendido; buen desayuno, limpias habitaciones, baños
impecables, balconcitos mirando el mar, suaves olas rompiendo contra los muros
de coral, cocoteros, piscina transparente, cangrejos enormes ocultos de la
mirada humana trabajando sólo en las noches, mostrando sus pinzas enormes y sus
ojos plásticos que nos miran curiosos y asustadizos.
Raizales
hermosos de ojos profundos, cuerpos grandes, caras redondas y labios delgados;
ojos esmeralda y turquesa plantados en la faz negra de esos negros preciosos
dotados de la dentadura más perfecta.
Rodiar
y Fanny: el primero un hombretón de cien kilos bien puestos, con su voz genital
gruesa, gorda, espesa, de una cordialidad estricta, seria pero amable, quien
nos vendió almuerzos con pescado, langostino y vino; ella una nativa divina con
ojos adocelados: cerraba sus párpados y sus pestañas quedaban acostaditas sobre
los pómulos en orden admirable pareciendo que se hubiesen clausurado cortinitas
sobre el pómulo de una cabeza esculpida en color chocolate. Una mujercita
pequeñita, con una voz gangosa, un cuerpo absolutamente proporcionado, resplandeciente,
impoluta, simpática, alegre, desparpajada, tremendamente cordial como toda la
gente de esta isla de fantasía.
Y,
bueno ―así dice mi hija Natalia―, las playas, las gigantescas ceibas que trepan
las laderas volcánicas, laderas llenas de hojarasca en las que se elevan
también árboles majestuosos de diversas especies. ¡Qué playas!
Caminábamos
cinco minutos del hotel hacia el sur: encontrábamos innumerables ensenadas con
playitas chiquitas de cincuenta metros ―dotadas de un comedorcillo en madera y
butacas puestas por el municipio―, o playas de centenares de metros con un mar
tranquilo, cálido (veinticinco grados de temperatura); restaurantes locales de
deliciosa comida marina atendidos por gente amabilísima, sonriente y feliz,
orgullosa de su raza, de su isla, un poco preocupada por el tema del diferendo Nicaragua―Colombia
pero sin excesos de nacionalismo.
Dimos
vuelta a la isla en lancha y en camioneta. Faltó subir a El Pico porque mis compañeros están ya muy viejos y deteriorados,
son una especie de plastas afectuosas que se divierten jugando cartas y tomando
whiskie en las noches; en el día disfrutan de larguiiiiiiiiiiiiisimas siestas
luego del desayuno y tras el almuerzo modorras
eteeeeeeeeeernas, gente que no ama la aventura y la caminata pero excelentes
compañeros de viaje, tiernos, cordiales, muy queridos.
Tampoco
buceamos en la Isla de Santa Catalina en la que por la tarde, anocheciendo, con
un atardecer de esos que se muestran en las películas, vimos desde el malecón
de Los Enamorados a las mantarrayas
pecosas con sus caras de ratones brincar fuera del agua, ondear sus aletas en
forma de sábana en bandadas de cuatro o cinco en medio de los pececitos aguja.
Estuvimos
cuatro noches en esa isla en la que puede uno posar una semana tranquilamente
en fecha de poca gente. No sé si noviembre, que es tiempo de mar un tris inquieto,
sea la fecha indicada para viajar allí, aunque la isla está rodeada por un
arrecife coralino que la protege contra el oleaje fuerte. Acaso sería mejor otra
época del año.
Bucear,
comer, hacer el amor, emborracharse, caminar por las montañas, beberse este
paisaje, perderse en este pequeño atolón alejado de urbes, guerras, noticias,
desgracias, negocios, desesperanzas, afanes, desconectar el celular y el computador,
hundirse en este mar de colores que se pegan a la piel y a los ojos, mirar esta
hermosa gente cruce racial de España y Africa, mezcla de piratas ingleses y aventureros
franceses, es, todo ello, un placer magnífico.
¡Qué
isla, que preciosidad, qué gente, qué lindo sitio!
MAURICIO JARAMILLO LONDOÑO
Noviembre del 2014
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