TANGO Y PLEBISCITO.

TANGO Y PLEBISCITO.
Voy a imitar, escribir como Murakami, dejar que fluya la tinta ante la vida común de las personas (sé que no lo voy a lograr, pero…)

Ayer, Roberto me llamó:
―Tenemos unos bailarines de tango en La Ilusión, ¿quieren venir a verlos a las cuatro de la tarde?
―Por supuesto, voy en compañía de unos vecinos… ¿no hay problema?
―En absoluto, tanto mejor, los bailarines necesitan público.


El domingo 8 de mayo fuimos a almorzar donde Nelly y Luis F. Invitados también Carlos, Clarita, Ricardo padre y Ricardo hijo con su novia Liliana, Gabriel y su acompañante ―al oído le dije a Gabriel: excúsame, me dices el nombre de ella― me respondió: María Victoria. Dos de la tarde en la casa de Chía.
―Carlos, creo que debes conectarte ―le dijo Clara a su esposo.
Carlos buscó un enchufe, sacó un cable largo de su estómago, le añadió una manguerita translúcida de cinco metros, y se conectó. Empezó a funcionar a la perfección, hasta el punto de que fue el centro de la reunión con sus historias, chismes y narraciones. De eso se trataba el encuentro: de oír a Carlos, de sentirlo gozar en compañía de amigos, de atender sus venturas y recuerdos.
Vino, wiski ―si escribo whiskie, Clarita me regaña―, cerveza, unos chorizos y unas galletas extrañas de color blanco, y la deliciosa conversación de todos. Ver a los amigos es uno de los placeres de la vida.


Subimos en el campero de Rodrigo Serrato, Claudia y yo. Mi esposa feliz con tan exótico programa: ¡tango en una finca de Villeta, tres parejas internacionales de bailarines, y todo eso gratis! En el trayecto hablamos de la Acción Comunal y de que si no se remuneraba a los gestores de proyectos comunales pues la colaboración de las personas sería muy escasa. Llegamos, el sol del atardecer escurría sus últimas luces y ya algunos murciélagos inmensos sobrevolaban los flamboyanes. Nos recibieron con la amabilidad Echeverry, esto es, con los brazos abiertos, y nos sentamos en el porche de la tan antioqueña casa de La Ilusión. Desde esa galería uno contempla buena parte de las montañas del oriente cundinamarqués y lo que podríamos llamar el valle de Villeta en la zona del club Payandé (Villeta es una región montañosa cerca de Bogotá, y hablar de un valle allí es una Ilusión). Las primeras luces de la noche se prendían ya en muchas casas como luciérnagas titilantes, estrellas terrestres que de repente se encendían.


―A almorzar ―nos convocó Nelly quien organizó una especie de L juntando un escritorio del estudio de Luis F a la mesa del comedor. La comida estaba lista en la cocina. Carlos, desconectado, cortaba una deliciosa carne que él había traído de su casa. Se tajaba el lomito que Nelly tenía preparado. Luis Fernando, como es costumbre en él, no aparecía. Los invitados no sabíamos si sentarnos o nó a la mesa pues la ausencia del amigo nos producía un cierto desconsuelo… Súbitamente surgió Luis F. y descansamos: podíamos almorzar todos juntos.
―Estaba caminando en Guasca, viendo la posibilidad de sembrar bajo invernadero una fruta de zona subtropical, ojalá se adapte a las condiciones de las montañas andinas. Pero, por favor, sigan, sigan… ¿Qué quieren tomar con el almuerzo: vino, jugo, agua? ―siempre Luis F. con su amabilidad.
―Hola Luis F. y ¿cuánto caminó?
―Dos horas y media acompañado por un agrónomo y el administrador.


Nos sentamos, esperando ver a los artistas, pero nadie aparecía diferente a los dueños de la finca y sus amigos. Yo hablaba en voz baja con mi mujer y le decía que esta invitación era muy extraña pues por ningún lado veía gente con traje de tango. Claudia me comentaba sobre La Ventana, casa de tango en Buenos Aires y El Tropicana en La Habana. Yo le susurraba que esperáramos a ver quién salía a escena.
De repente, tres mujeres desaparecieron del lugar, y dos de los maridos también se ausentaron. Un hombre vestido de negro y zapatos delgados, llamado Carlos Ramirez conversaba con nosotros sobre tango. Roberto ofrecía aguardiente y un patacón de plátano al cual le untamos un delicioso picante, suave, un picadillo de tomate, cebolla y perejil finamente cortado. Corrimos los muebles a la orilla del salón para dejar espacio a los artistas. Roberto se reía.
―No se preocupen, ya vienen, ya vienen ―decía.


Una ensalada deliciosa, almendrada, con un sabor agridulce exquisito, las carnes jugosas, y una pasta rica. Doce personas. Promedio de edad, salvo Ricardo hijo y Liliana: noventa y tres años. Hablamos como unos descostillados, pero en especial Carlos.
Aun desconectado, nos narró unas extrañas y no muy santas relaciones entre un exministro de apellido Marulanda ―cuyo parentesco con algunos de los de la mesa del comedor nos produjo fiebre eruptiva―, una propiedad en el sur del departamento del Cesar (latifundio que ha terminado en un enredo entre la Corte Constitucional y el propietario de Avianca, Efromovich), un españolete de apellido Sarasola involucrado con Belisario en el escándalo del metro de Medellín, los paramilitares de Córdoba, un cuadro de Picasso avaluado en doce millones de dolaretes pero enviado al exterior en una remesa que justipreciaba la pintura en quinientos mil dólares, en fin una historia macilenta y negra de esas que corren por Colombia como güios enormes.


―Esta grabadora no nos sirve. ¿Roberto usted tiene un computa y unos buenos parlantes para la música? ―le dijo Francisco, trajeado ya con chaqueta, pantalón, medias y zapatos de tango.
―Ustedes no se preocupen, que tengo todas, todas las soluciones. Ya vengo ―y desapareció en un costado de la casa. Regresó con un portátil, le conectaron una usb, dos buenos parlantes, y listo: una milonga.
Fueron desfilando. Se sentaron las tres parejas. Pilar, hermana de Roberto, con un vestido de fiesta negro, de flecos, elegante, y Alejandro el marido con su atuendo; Alejandra en un traje color castaño claro, acompañada por su esposo Omar quien no baila, pero toca guitarra y canta shaquiras, joséjosés y serrats. Francisco y su esposa, trajeada con un diminuto atavío de fiesta de color verde brillante.
Las parejas del tango resultaron ser no unos bailadores argentinos sino unos amigos de rumba y farra que tomaban clase de este baile hace ya varios años. El viernes en la noche bailaron en el Chorizo de Carlos desde las ocho de la noche hasta las doce. Se empacaron cinco botellas de guaro, y pasaron felices, bailoteando, acompañadas por Roberto quien les hacía cuarto, les festejaba y pagaba la cuenta.
Nos explicaron algunas bases mínimas de la vestimenta, los zapatos y los pasos del tango y arrancaron. Un evento surrealista, un lance extraño: tango en una finca campesina, bailado con una propiedad, una entrega, un moverse con los ojos cerrados, guiadas las mujeres por sus parejos.
Este baile transpira sensualidad, la mujer se pega al hombre, le amarra con la pierna, se deja caer en cámara lenta, pertenece al cosmos del jolgorio, de la fiesta. Uno se transporta al bajo mundo, al imaginario gardeliano, a Manizales, a Medellín, a la parranda, al placer. Los cuerpos de las mujeres exhiben sus piernas, mueven sus caderas, sus espaldas ondulan en una especie de vals, girando, circulando, siempre hacia adelante, con suavidad erótica.


Gabriel, desafortunadamente ―es un hombre de una chispa increíble y unas historias de vida maravillosas― estaba enfermo, con una gripa que se le notaba, pero que no le impidió servirse varios platos de las delicias de Nelly y Carlos. Al terminar nos ofrecieron un mus de chocolate, y unas tableticas de cacao exquisitas. Carlos hablaba, se volteaba, agarraba una tablillita, y narraba, con esa gracia reminiscente que acompaña su conversación. No sé cuántas tableticas se empacó, pero su dicha con este dulce era evidente.
El tema del momento, la violación constitucional propuesta por De La Calle, el nadaista, y por Santiago, el leguleyo español, que ama a las Farc y su narco―insurrección brutal.
―Si mañana nos citaran a votar el referendo, aunque parece que esa figura ya no les sirve, sino el plebiscito con un umbral amañado como el que proponen, ustedes ¿cómo votarían? ―les pregunté a todos.
Dos votamos a favor, por el SI al acuerdo de La Habana, y diez NO.
Regresamos a la sala, adornada con unas rosas blancas y violetas, cupidos coloniales, una escultura de acero con unos montículos de vidrio, una vajilla de plata para servir el té bruñida y esculpida con preciosismo barroco, brandy, vino, wiski, y un hermoso corazón sangrante construido a base de espinas de rosa.
Carlos se conectó de nuevo. Continuó hablando, narrando cuitas de su paso por Brasil, recurriendo, de pronto, a palabras en inglés ―pues estudió todo su colegio en Gringolandia, y no sé si para bien o para mal, piensa en inglés, que a mi modo de ver es como tener el cerebro metido entre tornillos, vigas de metal, rascacielos, cine mudo, aeropuertos, pinos silvestres y perros calientes―. Clarita lo miraba con el ceño algo fruncido y traducía la palabreja.
Carlos nos llevaba por el sendero de negocios de café, cultivos de flores, absurdos mapas de la autoridad ambiental quien de repente pedacea las fincas, como en el caso de Pacho y su finca de San Martín declarada “Corredor del Jaguar”. Resulta que la autoridad ambiental del Meta, decidida a proteger al hermoso felino, pues los cazadores lo persiguen con saña, congeló con esa norma ecológica el destino productivo de las tierras convertidas en “Corredor”. Los mariposos se comen los terneros, los potros y las vacas enfermas. La batalla entre el hombre y la bestia que ha signado la historia, se resolvió, en este caso, en favor del tigre. Y ay del que viole la ley.
Carlos contó sobre el absurdo ambiental que destroza su finca de la Sabana: por una resolución de escritorio le rapan todo un costado de la propiedad para proteger dos especies de sapos, un curí y dos variedades de pájaros. La escritura sigue a su nombre pero el uso de ese trozo de terreno queda condicionado.


Danzaban tango, milonga, vals, tango electrónico, swing. El hombre dirigía los pasos, la mujer lo seguía, entregada a él, girando en melancolía, los ojos cerrados, las manos del hombre apretando la espalda de su pareja, llevándola de vuelta en vuelta como un trompo triste, sus cabezas cerca, sus pensamientos metidos en la dramática historia de la canción, los diferentes pasos firmes pero suaves, algún brinco como de ballet, una pierna metida en las piernas del otro, la pierna se agarra de la cintura del parejo, le aprieta, le amarra con cabuyas invisibles.
Roberto distribuía aguardiente, se carcajeaba, la familia Serrato miraba con placer el espectáculo villetano, las dos hijas de Sigifredo ―muchachitas a quienes les auguro reinado de belleza― venían con sus vestidos de baño debajo de la ropa, miraron a su mamá, pidieron permiso y corrieron a la piscina. Roberto bebía aguardiente tras aguardiente, gozaba con la presencia de los visitantes. Narraba los encuentros con los paramilitares comandados por Cucaracho, el paso por la zona de Hugo, el Caratejo, jefe del frente 22 y miembro destacado de las Farc. Le tocó a su hermano y a él no volver durante varios meses a la finca.
Carlos Ramírez nos contó la historia de su vida. Nacido en una vereda de Medellín, desde muy pequeño le gustó el baile. Emigró a Bogotá, puso, en la noche, en compañía de su esposa un asadero de arepas en una esquina del estadio El Campín. Se empleó como mensajero, ascendió en la empresa. Alguien le propuso aprender a bailar tango, se metió en una academia. Danzaba al estilo “parce”, con las manos en los bolsillos, con esa tan particular forma de moverse de los muchachos mafiositos y vagabundos de las barriadas medellinenses. Su modo de bailar llamaba la atención pero era brusca, ruda. Le invitaron a un concurso de tango en Manizales en Los Faroles. Pidió permiso en la empresa. La primera noche uno de los miembros del jurado le pronosticó desgracia, pero quedó de subcampeón del evento. Decidió que su vida era el tango. Cambió su estilo bacán y arrabalero por el del propio tango clásico. Terminó dando clases en la Universidad Nacional de Colombia. Lleva de profesor veintiún años. Dicta clases en su propia academia.

Dos matrimonios, una hija, concursos en el exterior, un propósito, bailar como Vicente Madero:


Vestido como dandy, peinao a la gomina
y dueño de una mina más linda que una flor,
bailás en la milonga con aire de importancia,
luciendo la elegancia y haciendo exhibición.



Luis F. se recostó en el sofá. Le pedía a Nelly que le contemplara la cabeza.

―Cómo no, mijito ―decía Nelly y se levantaba dejando a Lloreda con cara de tristeza. ¡Pobre mi amigo Lloreda!
Gabriel se había despedido atolondrado por la gripa. Luis F. nos contó algo de la vida llena de sobresaltos, audacias, desafíos imposibles y éxitos de Gabriel. Luis F. cerraba los ojos. Quería dormir. Carlos, conectado, seguía hablando; nuestro anfitrión se estaba durmiendo al compás de la charla. La tarde caía como un aguacero de penumbras. Los asistentes se retiraban de la casa. Llevaban una pequeña remesa traída por nosotros de la finca de Villeta. Nueve de la noche. Nos fuimos al cuarto. Leer algo, ver televisión, terminar esta sabrosa jornada preparada por Nelly, la mujer de la voz de caracola, la anfitriona estupenda, la querida mujer de Luis F.


Pilar organizó una comida en la reformada mesa redonda de La Ilusión, bajo un kiosco de paja de palmiche. Arroz blanco, ensalada, carne, y un extraño aderezo que no me atraía para nada: una hoja verde con un cordón blanco. ¡Acelga! Le dije a Pilar que la tal acelga no me gustaba. Ella me comentó que estaba salteada con huevo y era agradable. La probé. Me gustó, me comí dos hojas planas, verdeoscuras, crocantes. Bocadillo de guayaba con queso fue el postre, la delicia de las delicias. La votación sobre el Plebiscito fue similar: dos en favor y el resto en contra.
Roberto y Pilar contando cómo era el mundo sin celulares, cuando les tocó, por ejemplo, una avalancha del río en la carretera que vía Sasaima conduce a Bogotá. Su papá encabezaba la caravana de vehículos, conducía un carro rojo. Cuando Pilar llegó en su propio carro a la curva, el río salido de madre la acorraló contra la pared de la carretera y la empujó hasta que un gran árbol caído contuvo el vehículo. Se bajó a preguntar por su papá. Una persona le dijo que un carro rojo había sido arrastrado por la riada y se perdió en medio de la borrasca. Pilar sintió perdido el mundo. Como pudo se devolvió a Villeta para llamar por teléfono a su mamá en Bogotá. No la encontró. Logró hablar con su hermana y le contó que su papá estaba muerto. Roberto, entre tanto, bailaba y tomaba trago en un festival llanero en Restrepo, Meta. Lo localizaron. Su papá está muerto, vengase de urgencia, le dijo Marta la hermana mayor. Los tragos se le enfriaron como si le hubiesen metido cuatro bolsas de hielo en la cabeza.
Pilar estaba en la casa de unos amigos de Villeta esperando, pendiente de los resultados de la tragedia. De pronto, una llamada. Una de la mañana. Ella no pudo coger el teléfono del miedo. Contestó su amiga. Sorpresa: quien hablaba era el padre de Pilar que había pasado antes de la avalancha y llegó a su casa sano y salvo. Horas de tristeza, dolor, pánico. Hoy, con los celulares, se habría sabido el asunto en menos que canta un gallo.
A propósito La Ilusión es una granja avícola desde el año 1965, con cincuenta mil gallinas que ponen huevos a doscientos o a trescientos pesos cada uno, según la temporada, en correlación directa con los surgimientos o quiebras de otras avícolas.
Y mientras escribo esto, una mariquita negra y de rayitas amarillas está quietecita sobre una de las teclas del computador; de pronto se mueve, camina hacia otra tecla, husmea el panorama con sus dos antenitas y se rasca las dos paticas traseras.
Mauricio Jaramillo Londoño            Mayo del 2016







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