EL MONSTRUO

EL MONSTRUO
Colombia, y en especial una región de mi patria en la que los patriarcas se someten a las matronas, el lenguaje susurra la S casi como una Zeta, la viveza brota silvestre, la amabilidad es el trato del común y la sangre judía apasiona el alma, Colombia país cuya forma de ficha de rompecabezas reposa en esta esquina del Caribe y el Pacífico americano produjo la encarnación del MAL ― sí, con mayúsculas―, algo peor que Satanás, que Atea, que Kali,  más maléfico que Luzbel, que Mefistófeles, más hórrido que Frankenstein, más sagaz que Houdini, más brutal que Herodes. ¿Me adivinan? ¿Saben de quién hablo?
Se trata de Escobar, de Pablo, del que entronizó el negocio del siglo, del que compró media nación bien con el terror bien con el billullo, de quien a los cuarenta y cuatro años rindió su sangre perseguido por el Cartel de Cali y el gobierno central del país, hoy hace veintidós años.
Escobar creó una cultura, una manera de ser, un imaginario de mujeres de tetas y traseros enormes; reinados de belleza cuyas ganadoras ― muñecas de la mafia― recibían miles de dólares, mercedes benz y lechos con acompañantes mofletudos armados de Berettas tatuadas de oro y plata; de caballistas finqueros de  sombrero aguadeño bebedores de aguardiente cuyos potreros se cercan con postes pintados de blanco y ceban novillos perla importados; un santoral con cinco personajes: San Judas Tadeo, María Auxiliadora, el Divino Niño, El Santo Juez y la Rosa Mística de la Aguacatala; equipos de fútbol con delanteros que morían a plomo si metían un autogol; bandas de sicarios como Los Nachos, Los Priscos, Los Magníficos, Los Monjes, Los Nevados, Los Plasmas, Los Escorpiones, Los Narcisos, Los Calvos, Los Montañeros, Los Maquinistas, Los Punkeritos, Los Podridos; traquetos, sicarios, jíbaros; niñas prepagos y combos de muchachos viriles que entre el rebusque y el contrabando, las convivir, el chance, el blanqueo son partidarios de la ley de “la plata o el plomo”, y quienes usan un lenguaje procaz de ñero, marica, pirobo, no sea cacorro, chúpesela…
En el subterráneo territorial, en el subconsciente oscuro sigue entronizado Escobar. Es el héroe anónimo ―digo anónimo porque a alguna gente humilde, a quienes quieren imitarlo, a sus secuaces y adoradores, les da miedo idolatrarlo en público―, venerado por miles, millones de compatriotas. Qué va hombre, que importa eso de la coca si lo que se necesita es el billete, que las viejas se monten en mi carroza nueva, desnucarlas en el motel, vivir la vida pues no hay sino una y de lo que se trata es de gozarla.
Pablo no sólo pudrió al planeta por la estupidez de los ilegalizadores, sino que destapó la olla del todo vale, todo se puede, todo se compra, todo se vende. La hipocresía no era su fuerte sino el vivir de frente, imponer su orden, hacer su voluntad así hubiese que matar, decapitar, achicharrar, enterrar, descuartizar, explotar, pagar por cada cadáver, cada enemigo. Su verdad se volvió el evangelio de los trepos, el ideario de los “vivos”, el axioma de los “emergentes”. Dios no es ya Zeus, el Innombrable, Yahvé, el Padre, sino el Oro, el Dólar, el Billete. ¡Lo demás no importa! Y Pablo es el Crucificado, el del Monte de los Olivos, el Perseguido, el Maestro, Sidarta Gautama, el Evangelio, la Luz Nueva.
¡Qué tragedia! ¡Qué escuela!
NOTA: Y Colombia, país de maravillas, nación de El Dorado, cuna del Vallenato y la Marimba de Chonta, del café suave y las esmeraldas refulgentes; raíz de Macondo, del tití dorado, del mar de los siete colores; nación de cien ciudades, tres cordilleras nevadas, volcanes vivos, ríos ruborizados por el arco iris, cocodrilos y guios enormes, también parió otra monstruosidad: la guerrilla marxista-leninista se transformó en narcotraficante multimillonaria.


¡Qué ironía!

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