UN CUENTO DE AMOR
UN CUENTO DE AMOR
Palestina, Caldas, 26 de marzo de 1985.
A Federico y Natalia mis reyes del amor.
¿Qué razón existe para que un pez viva en un acuario, o
una ardilla en una jaula, o unos pericos australianos en su gayola? Vale la
pena pensar sobre la cantidad de gente
encerrada en cuatro paredes: un funcionario público, un cajero de banco, un
contador, un oficinista cualquiera, un preso. ¿O la felicidad se encuentra en
andar libre por el río o la laguna, saltar tras la comida dentro de un gran
guadual, volar por el bosque abierto? Aquí también hay encierro: ¿puede el pez
saltar del río, o salirse de su lago; o si es de agua dulce y de hermoso color
rojo, podría viajar por las aguas del gran torrente y meterse sin más ni más al
mar? ¿Y esas arditas, tan vivaces y picaronas, son capaces de sumergirse bajo
el agua por un largo rato, digamos una hora, sin morir?
¿Y los pericos con sus vivaces colores y sus picos de
amor pueden volar tanto, tanto que
salten de un continente a otro?
Así como para una hormiga, o una pulga, o un piojo de
esos verdes que se pegan a las rosas, ir de un árbol a otro, saltar de un perro
a otro, o cambiar de flor, es asunto de larga duración, trabajo muy grande, los
animalitos de quienes en un principio hablamos tienen también su límite.
Pero mis gordos hermosos, lo que es verdaderamente
sorprendente es que a ellos no parece importarles gran cosa poder nadar, volar
o caminar; cada uno se resigan a su condición. O también, quien sabe, todos
ellos son unos inconformes terribles pero no pueden hacer nada para cambiar su
condición.
Veo frente a mí dos hormigas chiquitiquitas; son de
color café claro. Una de ellas ya se
escondió bajo una hoja de periódico, y la otra levanta sus antenas, camina de
un lado para otro, se devuelve, olfatea el camino, hace malabarismos
sensacionales como pasarse de una hoja de revista a otra pero saltando un gran
foso. ¡Qué hormiga tan verraca!
Y bueno, sigamos: esos pescaditos de acuario viven
encerrados por límites más estrechos que los de sus lagunas, o sus ríos, o sus
mares, pero probablemente vivan mejor. Un señor grande se encarga todas las
mañanas de lanzarles deliciosa hojuelas de comida; esa misma persona, u otra,
les asea su vivienda con frecuencia; cuando el agua está muy turbia la cambia,
refrescándola y oxigenándola para que
los pececillos estén bien; si alguno se enferma lo cuida con la mayor atención
posible tratando de impedir que muera y buscando sanarlo. Y en el caso de los
demás animalitos sucede lo mismo: hay alguien que les ayuda. Para estos
animalitos la peor de la desgracias es caer en manos de personas que no se preocupen por ellos.
Sin embargo: ¿son felices los animalillos?
Y los que viven en su medio natural y se ven obligados a
luchar por su sustento y son perseguidos por monstruos gigantescos que quieren
comérselos: ¿son felices?
Estoy en esos días en los que no encuentra uno respuestas
fáciles, días de vergüenza, días en los que duele el alma, días en los que me
siento en una jaula, muy grande, es cierto, pero jaula al fin y al cabo.
¿Y saben cuál es mi jaula? A que no se la imaginan ¡es la
jaula de la vida!
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