Lloro por tí, Australia
LLORO POR TI,
AUSTRALIA.
Las llamaradas casi que llegan hasta aquí, tan monstruosas y
terribles se ven. Australia se cocina, los animales mueren achicharrados, los
árboles se inflaman como si tuviesen petróleo en sus entrañas, el humo abruma
al sol y los humanos desesperados huyen, se atropellan, se espantan, pierden
vidas y hogares, propiedades y rebaños, la tragedia es planetaria, inmensa,
horrorosa.
Aquí, en América Latina, al otro lado de la manzana,
sentimos el hollín del desastre pero estamos impotentes. Nos separan
continentes y océanos, distancias enormes, incluso lenguas distintas.
¿Qué podremos hacer por ti, Australia?
Como ocurre con los alumbramientos, luego de la preñez nace
el niño, nos surgió una idea. Vamos a ayudar a Australia auxiliando al Planeta,
pero sobre todo, auxiliándonos a nosotros mismos. Vamos a sembrar árboles, a
gritar a los cuatro vientos que los árboles son nuestros nuevos y esenciales
amigos, nuestra esperanza, pero sobre todo la esperanza de nuestros hijos y
nuestros nietos.
***
Conversaba yo, con un joven de diecinueve años, estudiante
universitario que cursa dos carreras al mismo tiempo, un muchacho escuálido,
transparente, de ojos tan celestes como si fuesen de agua marina disuelta,
flaco y desgarbado, alto y sereno, blanco como la leche, que habla francés,
inglés y español con notable fluidez. Un muchacho de clase media hijo de
empleado y madre no muy trabajadora; joven esforzado que gracias a sus
calificaciones tiene beca en su U. Pareciera, si la vida le sonríe, que tendrá
éxito y le irá bien en este maremágnum de 7.500 millones de personas.
―Usted participó en las marchas estudiantiles?
―No.
―Y eso?
―Mi papá me prohibió involucrarme.
―Pero está usted de acuerdo con los protestantes?
―Por supuesto que sí.
―Y por qué?
La verdad, a pesar de ser una persona informada, no dio
razones muy claras de sus reparos al mundo en que vivimos. Sus argumentos eran
algo confusos, muy de pancarta, muy de slogan. Pero hubo uno que me tocó el
alma, que cimbró mi cuerpo:
―No quiero tener hijos ―dijo.
―Para qué si sé que ellos, mis hijos, se encontrarán en una
planeta arruinado, putrefacto, sucio, contaminado, destruido. Un planeta en el
que los humanos sobramos porque somos una plaga destructora. Y, traer a ese
mundo de horror a mis hijos me parece una indignidad, un someterlos a la sin
salida, a un horizonte sin esperanzas, sin oxígeno, sin futuro.
***
¡He aquí la razón de
por qué debemos sembrar árboles sin pausa ni reposo!
MAURICIO JARAMILLO
LONDOÑO ENERO DEL
2020.
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