ARMANDUCHAS
ARMANDUCHAS, MI
QUERIDO HERMANO…
Octubre del 2019.
Al fin aquí tenemos una tarde como de octubre: lluviosa,
fría, pegajosa. Se necesitaba para que los acuíferos rellenen sus bolsas, las
quebradas mantengan sus peces, sus renacuajos, los ríos corran hacia la mar.
Veníamos de un intenso, muy intenso verano en estas tierras cundinamarquesas…
Le tengo que escribir algo del alma pues usted es mi hermano
del alma, lo más cercano que tengo a mi papá pues usted me lo recuerda siempre con
sus gestos, sus risas, sus generosidades, sus entregas a los demás, sus
cusumberías, esto es, su deseo de no estar con nadie salvo con usted mismo por
eso de la timidez que se le transformó con el paso de los años en una catarata de palabras, ideas y bromas, un
aparecer ante los demás con sus famosas ‘encuestas’ sobre lo divino y humano.
Pues sí, hermano mío, sé que usted está gravemente enfermo y
no puedo dejar pasar el tiempo sin decirle cuánto lo quiero, cuanta falta me
hacen sus bromas, sus exageraciones, su inteligencia siempre viva y audaz.
Me duele mucho que esté sufriendo…, mucho, mucho, quizás
demasiado.
Y entonces empiezo a recordar el pasado…
Muy niños jugábamos a los carritos en los amplios patios de
los apartamentos de la Avenida Caracas con calle 55. Obviamente no recuerdo su nacimiento
pues yo tenía apenas once meses de edad, y aunque estrujo mi memoria no está
usted presente sino tal vez cuando yo tenía tres años y usted dos. Veo en las
brumas de los sesos sus pasos de niñito acompañándome a jugar; nosotros dos,
niñitos de muy pocos años sentados ante la mesa del comedor; la llegada de
nuestro papá y la carrera que pegábamos para agarrar sus piernas, él con sus
pantalones de paño, mirarlo hacia arriba como miran los enanos a sus mayores,
muy seguramente recibir una caricia maravillosa de ese personaje tan cálido que
fue nuestro padre y quien abandonó la vida cuando usted y yo estábamos entrando
en la más repugnante de las edades: ¡la adolescencia!
¡Cuánta falta nos hizo y cuán diferentes serían nuestras
vidas si él hubiese vivido unas décadas más! Usted sabe que murió, luego de
tres años de infartos sucesivos, a la edad de cuarenta y ocho años dejándonos
en la mayor de las orfandades aunque en manos de nuestra amadísima mamá quien,
a mi modo de ver, no hizo sino ‘sufrirnos’ por nuestro pésimo comportamiento ya
como adolescentes, ya como jóvenes, pues al querer conquistar el mundo con
muchos sueños y muchas irresponsabilidades, sin duda nuestra ‘vieja’ nos
‘padeció’ con gran dolor… pero siempre con el amor que por todos los poros destilan
las mamás de todas las especies, sean mamás humanas, mamás ratonas, mamás
cocodrilos, mamás lobas, mamás ñus, mamás, mamás, mamás…
De la Caracas nos trasladamos a la calle 55 con carrera 18,
frente a la casa de ‘Calibán’, apreciado viejo que nos regalaba fresas de su
huerta. Allí sí que pasamos bueno: conejos, vaca, palomos, gallinas, perros,
piscos, terneros; construir casas con ladrillos sueltos y meternos en ellas a
riesgo de que se nos viniese encima techo y paredes aplastándonos para siempre.
Ahí no se me pueden olvidar dos cosas: los nidos de madera techados y rellenos
de paja que mi papá les organizó a las gallinas… ¿recuerda, recuerda? nosotros
dos recogiendo los huevos aún tibios; y por otra parte el enorme palomar en el
que entrábamos, sentíamos el vientecillo de las alas blancas y grises de las
palomas, tantas palomas; y, con algo de asombro, ver a papá coger los pichones,
sacarlos del nido y llevarlos a la cocina para luego comérselos con una
fruición asombrosa; nuestras miradas cómplices se cruzaban, entonces, de
tristeza y horror.
Dos pisos, una buhardilla, cuartos enormes, escaleras
larguísimas, cocina de carbón, agua caliente permanente para surtir las tinas
de los baños, el closet con su claraboya por la que nos asomábamos a ver el
paso de los vecinos; el comedor enchapado con maderas al estilo inglés, la sala
con su chimenea en la que nuestro papá se reunía con sus amigos los sábados en
la tarde a fumar tabaco y tomar unos tragos; el cuarto de las ‘muchachas’ que
nos atraía como la miel a las moscas pues ellas nos contaban historias y nos
querían como si fuésemos sus hijos; los muros coronados de culos de botellas y
pedazos de vidrios por los que nosotros, irresponsables como siempre lo fuimos,
circulábamos haciendo esguinces y brincando de vidrio en vidrio, de botella
rota en botella rota hasta que, por supuesto, yo me caí y quedé chilinguiando ―como
decía mi mamá― de la mano izquierda, atravesado por vidrios, sangrando y gritando,
auxilio mamá, auxilio; se los dije mocosos, se los dije que no andaran por esos
muros, pero, claro, no me hicieron caso, y vean esta tragedia, hay que sacarle
la mano con cuidado, está ensartado, ayúdenme; y a la droguería de la esquina,
al frente del Divino Salvador, al lado de la tienda, huy señora pero qué hizo
este muchacho, es que son locos, imagínese que andan por encima de los muros
repletos de vidrios, por favor cúrelo; y entonces, médico nanay cucas, sólo el
de la droguería que sacaba esquirlas y repartía yodo y mercurio cromo a dos
manos, y yo gritando de dolor, téngale la mano señora, téngasela, y derramaba
sobre mis heridas más y más yodo, qué ardor, qué ardor. Me vendó y a la casa a
que me alegaran y me regañaran por mis locuras.
Y… Armanduchas, recuerda el Studebaker 53, amarillo y crema,
y luego el Chevrolet 54 que parqueaban bajo el garaje de teja de barro, y
usted, una tarde, sin querer queriendo me cerró la puerta trasera atrapando mi
dedo gordo con tal alarido por mi parte que usted salió como una flecha a
esconderse en el cuarto de arriba. Recuerda… la mata de plátano que crecía en
el jardín delantero de la casa, alrededor de la cual nosotros jugábamos con la
perra Katia dando vueltas y vueltas hasta caer desgonzados en el prado muertos
de la risa recibiendo los lengüetazos de Katia que nos quería como quieren los
perros: sin oscuridades ni guardetes, sin odio, sin rencores, sin egoísmos ni
dobleces, sin esperar nada a cambio, como se debe querer, como se quiere entre
amigos y entre verdaderos hermanos.
Ah… la tienda de la esquina ―no retengo el apellido del
tendero―, a la que nos enviaba nuestra madre a comprar alguna cosa y aprovechábamos
para tomarnos una gaseosa Kist o una Freskola, o Kola Román, nos empacábamos dulces
de todos los colores, pedíamos el encargo empinados, viendo hacia arriba pues
no alcanzábamos a mirar por encima de la vitrina…
Venga, mire, si ve esos niños, sucios y mocosos que andan
jugando con tapas de gaseosa, son niños de la calle como dice mi mamá, niños
sin papás, niños abandonados, y son peligrosos, tienen enfermedades, ¡no se les
acerque!
Y a propósito se acuerda del gamín que mi papá recogió en la
calle, lo montó en el carro y se apareció con él en la casa, recuerda que a mi
mamá casi le da un yeyo, pero Fabio, cómo se te ocurre traer a este muchacho
aquí, a nuestra casa, Ruby báñenlo, aséenlo, lávenle el pelo, póngale ropa de
Armando o Mauricio, invitémoslo a comer esta noche, démosle una buena cama y
que viva con nosotros. Usted está loco Fabio, este niño no se va a acostumbrar
a nosotros, ya lo verá. Lo cierto es que el niño durmió en nuestro hogar y al
otro día se había esfumado, se fugó.
Este incidente me lleva a pensar hoy que qué tal que usted y
yo no hubiésemos nacido en medio de nuestra familia sino, por ejemplo, fuésemos
negros o indígenas o musulmanes o australianos: ¡qué diferentes seríamos!
Negros, sí, negros: con seguridad segregados, pobres, marginados, con ropa
deshilachada y zapatos rotos; o indígenas, sí, aztecas o mayas de Guatemala, descalzos,
con un sombrerón inmenso y una pobreza en el alma infinita, unos sufrimientos
absurdos, unas persecuciones inimaginables. Y si hubiésemos sido indonesios,
musulmanes y de color oscuro, ¿qué tal la vida?; o no niños sino niñas, jugando
a las muñecas y no a los carros, al té y no a la batalla de arco y flecha,
¿cómo hubiésemos sido?, ¿¡cómo!?
Y aunque hay muchos, muchísimos recuerdos de la casa de la
55, ¿qué le parece como pasamos en la de la 92 con 14? Sensacional, no es
verdad. Salíamos a los potreros más allá de la 93 donde literalmente terminaba
Bogotá, a cazar ranas, peces capitanes que se deslizaban con sus barbas por
entre pequeños vallados, cangrejos, nidos de copetones y chirlobirlos
sabaneros, telas de arañas que rompíamos con nuestras botas; echábamos cometa
los agostos ventosos en compañía de papito quien nos ayudaba a fabricarlas; nos
cortábamos las manos con la piola delgada llegando heridos y sangrantes a
pedirle a mamita que nos curase.
Cuando granizaba y se formaba un tapete blanco de bolitas
frías y duras nos agarrábamos a lanzar pelotas contra transeúntes y amigos; y
si llovía en demasía nos metíamos en los charcos y riachuelos que se formaban
en la calle 92, armábamos barquitos de papel y seguíamos tras ellos hasta que
se subsumían en una rejilla misteriosa que llevaba las aguas lluvias a quién
sabe qué destino oscuro y extraño.
Y llegaba nuestro papá, bajaban del carro dos inmensas cajas
repletas de puntillas, aserrín y pequeñas latitas chuzudas y… escojan niños,
escojan las puntillas buenas y les pago bien por la labor. Entonces sin pereza
ni disculpas nos sentábamos horas de horas en el garaje a separar los clavos
malos y torcidos de los buenos. En tres largas tardes finalizábamos la labor y
recibíamos nuestro premio.
Y cuando volaron los señores del ELN la vidriera enorme del
frente de nuestro jardín ―ricos hijos de puta, ustedes se merecen esto―; o las
jaulas con turpiales, mirlas, pericos australianos y sinsontes que adornaban el
área de ropas; o subirnos al techo de la casa, techo plano lleno de claraboyas
por las que nos asomábamos a ver el interior de los cuartos, baños y salones observando con otra perspectiva el mundo de
nuestro hogar; o la leña que arrumábamos para alimentar la chimenea que se
prendía todos los sábados a las dos de la tarde y alrededor de la cual nuestra
abuela Graciela, la tía Fanny, tío Hernán y sobre todo nuestros dos primos
Gabriel y Felipe se acomodaban junto a mi papá para gozar de música,
conversación y juegos; o las tardes de buñuelos, pasteles de gloria, brevas con
queso, jalea de guayaba, chocolate santafereño…
Recuerda querido Armanduchas esa maravilla de vida que
tuvimos: fue esplendorosa, mágica, repleta de amor y felicidad regada por
nuestros dos padres y la familia toda con esa dulzura extraordinaria, con esos
corazones repletos de aguadepanela. Ah, y el trencito eléctrico traído de
Alemania con su locomotora que echaba humo y pesaba como todos los demonios,
con sus vagones de colores y su carrilera perfecta, sus puentes y túneles; y
qué de Navidades, que fantasía, qué delicia. La perra Karina, dálmata, pecosa y
loca que terminó con un embarazo fantasma robándose los muñecos de la
innombrable; y el venado que se comía todas la matas de mi mamá; las colmenas de
abejas a las que sacábamos miel cada seis meses con el mayor cuidado posible y
ganándonos tal cual picotazo; las ardillas que traíamos de Caldas o el miquito
enano que nos regaló mi papá y que se murió de frío y tristeza y que cabía
perfectamente bien en una cajetilla de cigarrillos Marlboro.
Recuerda querido hermanito las enormes dalias que nuestra
madre cultivaba gracias a los bulbos importados que papá le traía del almacén
agrícola; la casa en el árbol de eucalipto plateado donde dormíamos; el enorme
pesebre que armábamos con todos los primos repleto de paticos plásticos,
avioncitos de baquelita, lagos que eran simples espejos retocados con musgo de
los montes cercanos… La compañía del Gordo Reyes, Daniel Otero, Camilito…
Jesús Botero con su dedo floriado por una papeleta que le
explotó; el pino adornado con decenas de bolas de colores; el palomar donde
nuestro padre ubicó varias parejas de palomas, entre ellas una llamada
‘Calcetas’ que dio origen al apodo que le pusimos a nuestro hermanito recién
nacido Andrés quien fue nuestro cuarto muerto: la abuela Graciela, luego
Gellito, después nuestro padre traído en una terrible caja de madera acompañada
por nuestra madre y nuestra tía que descendió de un avión; y luego Andresito, a
sus treinta y seis años, el más querido de nosotros, el bueno, el dulce, el del
corazón de chocolate, el que sufrió como sufren los adolescentes, los niños
recogidos en los parques, los que se hunden en el terrible mundo de las drogas,
los que se sienten abandonados, solitarios, desnudos de amor.
Tantos recuerdos, tantos que escribiría páginas y páginas
para traerlo a usted a mi mente y dejar de nublar mis ojos con agua salada que
es la que me brota cuando pienso en usted y en mí, en tan maravillosa compañía
que tuvimos de niños y adolescentes; y ni siquiera olvido, con una sonrisa en
los labios, cuando nuestro papá nos regaló dos pares de guantes de boxeo para
que sus ‘palomos’, como nos llamaba al iniciar la peor edad de la vida, la
adolescencia, sus ‘palomos’ se golpeasen uno al otro muertos de una ira extraña
que es la que acompañaba nuestra pubertad inmunda.
Robábamos las frutas de los árboles de los vecinos, poníamos
tablas con puntillas en la avenida 92 para que los carros se pincharan,
lanzábamos piedras a los parabrisas de los automóviles; tumbamos en compañía
del Gordo Reyes y de Daniel Otero el muro de ladrillo de los señores Mallarino,
patinábamos con los primos; y ¿recuerda… que Felipe se voló dos dientes al caer
de bruces y darse un golpe tremendo contra el andén en sus patines de cuatro
ruedas y amarradijos de cuero? Con bodoqueras lanzábamos maíz millo a los
conductores y transeúntes, o armábamos bodoques especiales con un alfiler en la
punta y disparábamos sin ton ni son hasta que una tarde le clavé a Margarita,
la prima, uno en la cara, y por supuesto salimos como volador sin palo a
escondernos bajo las camas; las pequeñas torturas contra el perro Lulú
Pomerania de la innombrable; los salvajes juegos a que sometíamos a Andrés dañándole
las coyunturas de las piernas o desprendiéndole el cuero cabelludo cuando lo
cogimos del pelo porque estábamos jugando a los indios y vaqueros y él era
nuestro prisionero. El peluquero de la 15 con 92 se resistía ante nuestra
insistencia, pero al fin lo hizo y dejó completamente calvo a Andrés salvo un
pequeño copete que brotaba encima de su frente tal como el copete de Tobi, el
amigo de la Pequeña Lulú: ¡mi mamá entró en ira santa y mi papá, como era
natural en él, se dobló de la risa!
Y recuerda lo maravilloso que pasábamos en el depósito de
madera que tenía nuestro padre por los lados del Cementerio Central, y luego en
la fábrica grande en la que se armaban las cajas de madera para Bavaria y Coca
Cola, fábrica en la que usted y yo, muchas tardes, jugamos con aserrín, con las
gallinas, con los marranos; en la que atónitos vimos cómo el berraco introducía
en la marrana una especie de gigantesco tornillo y se sacudía sobre el lomo de
ella, y nuestro padre nos explicó que así se hacían los lechones; y nuestras
aventuras por las orillas del Río Bogotá en Bosa, cerca de nuestra fábrica
‘Madereras del Magdalena’, río en el que veíamos peces, cangrejos, pájaros,
árboles de sauce llorón que inclinaban sus cabelleras para que las aguas mansas
las arrullaran. Recuerda, recuerda, hermanito mío…
Armanduchas… yo tenía por costumbre asustarlo a usted cada
que podía, me colocaba tras las puertas y le aparecía de repente y usted se
desplomaba del susto. Le enseñaba álgebra pero me desesperaba cuando usted se
despalomaba y entonces me daba rabia ―rabia que siempre en el curso de los años
me ha acompañado―; venía entonces el primo Felipe que era toda paciencia e
inteligencia a explicarle algún retorcido problema matemático.
Usted odió el Refous, tan intensamente así como yo lo quise;
usted se hacía perseguir de mi mamá cuando quería castigarlo, corría a la
velocidad de la luz y mi mamá terminaba rendida sin poder alcanzarlo. Mientras
yo era cuadriculado y tenía el closet perfectamente organizado usted era el
desorden total en su área; y eso sí, acompañados por el Gordo Reyes, usted y yo
cogíamos a la doncella de trece años que mi mamá consiguió para cuidar a la
innombrable, amenazábamos a la empleada con la pistola de balines y le
agarrábamos sus incipientes senitos dando rienda suelta a nuestros primeros
instintos sexuales que fueron siempre eso, instintos, unas veces morigerados y
otras desbordados e ininteligibles porque nunca, nunca, nunca se habló en
nuestro casto hogar de ‘sexo’: ¡qué horror, palabra extraña, sucia, espantosa!
Nos montábamos en los buses amarillos y rojos con nuestros
amigos a mirar ‘viejas’, ir a cine o a comer helado, emprender ‘aventuras’
hasta la calle 85 o si acaso a la 72 pues nos daba miedo ir más lejos por temor
a perdernos. Una de nuestras principales diversiones era asistir al cine Andino
a sesión de los sábados.
Adolescentes o púberes: usted oyendo boleros, yo a Mozart;
usted yendo a fiestas y a escuelas de baile y yo jugando ajedrez; usted
volándose en el carro de mi mamá y yo en ‘Círculos Literarios’; usted noviero y
yo leyendo “El Lobo Estepario” o “Así hablaba Zarathustra”; usted por un lado,
yo por el otro. Y luego a Estados Unidos pues mi mamá e Ignacio y mi tío Hernán
decidieron que para educar a semejante cabra que era usted lo mejor era
enviarlo a aprender inglés. Y lo empacaron. Igual que hicieron con nuestro
primo Tuba quien luego de decenas de años regresó a Colombia completamente
gringo, desubicado y solitario hasta que murió trágicamente.
***
Ahí desapareció usted para mí durante años pues regresó de
las extranjas y se fue para Medellín a estudiar Administración en la Eafit y se
graduó. Entre tanto decidió casarse con Liliana y vivir con ella en esa ciudad.
Yo me volví un rebelde absoluto, mandé el mundo a la porra e
inicié mi tránsito de más de quince años por los caminos de la Revolución. Nos
separamos hermano mío y casi no volvimos a hablarnos ni a relacionarnos.
Llamemos a esos años, hasta los 33 míos, los del olvido, los
del abandono, no los de abjurar de esos tiempos pues repetiría la misma
aventura y los mismos caminos, sino los años de la orfandad de familia. No los
veía casi nunca, ni a usted, ni a Andrés, ni a mi mamá, ni a la innombrable.
Estaba enmaniguado, metido en las entrañas de Colombia, y eso
era como introducirse en el vientre de un vacuno enorme y raro que producía
mugidos, balidos, gritos, llantos, terribles dolores y batallas.
Usted hizo su vida y yo la mía; tuvimos hijos y mujeres,
negocios y puestos, fincas y apartamentos. Usted se fue a vivir a Cali. Yo habitaba
en Bogotá, la zona cafetera y Boyacá. Finalmente, con el paso del tiempo nos
volvimos a reencontrar, por fortuna, hace cosa de quince años, usted con su
casa y su adorada mujer Nancy viviendo en Palestina, Caldas en su finca llamada
‘Providencia’ y yo con mi mujer Claudia viviendo entre Tabio y Villeta.
Pasamos vacaciones y temporadas deliciosas en los dos
lugares, acompañados muchas veces por nuestro querido tío José Fernando.
Habíamos enterrado a nuestra mamá, Ignacio falleció también,
murió nuestra abuela Clara, tío Marino, Héctor, Aleida, Hernán, Fanito, Gabriel
Arturo, Felipe, Juan Manuel, La Mona, Germán, Federico, María Teresa, La Moña, ―y
tantos amigos míos extintos―, se nos fueron de estos lares tantos carnales,
tantos, y no los volvimos a ver como ocurre misteriosamente con la muerte: ¡no
vuelven, no aparecen, no nos hablan, no nos acarician, no pueden querernos, no
podemos amarlos pues simplemente dejaron de existir, lo que en verdad no es tan
simple!
Lo que nos angustia, nos duele es precisamente el no poder
volver a verlos, a reírnos juntos, a abrazarnos, a adorarnos, eso es lo que nos
duele, ese vacío que se forma en el alma que no es un único vacío sino la suma
de varios, de muchos, de tantos que nos vamos quedando hueros, solos, tristes,
abandonados… Nos quedamos como un botellón sin agua, una jarra sin amor, una taza
sin calor, unos brazos que ya no pueden abrazar al otro, unas manos que no
pueden estrechar otras manos, unos labios que no sirven ya para nada, unos ojos
que ya no ven, unos oídos que no oyen y un corazón que no late.
Sé que lo que estoy escribiendo es muy doloroso, mucho, pero
es lo que siento. Y no encuentro palabras para referirme a usted, sólo
historias, cuentos, reminiscencias, pues usted representa para mí como otro yo,
como un espejo en el que me miraba sabiendo que no veía mi figura sino la suya
pero que en ese espejo su imagen era como una prolongación de la mía… Almas
gemelas, creo yo, compañeros de juegos y de vida, amigos entrañables, pero más
que amigos, hermanos.
Hoy pensaba en la alegría, la felicidad que sienten los seres
humanos, los elefantes, los perros, los guatines, las avestruces, los chimpancés,
cuando ocurre un nacimiento, cuando salen los polluelos del cascarón; no es
sino ver a una gallina con sus pollitos, o una gata con sus hijitos, así de dichosos
nos sentimos cuando nacen nuestros hijos: es algo desbordante, algo que surge
de las entrañas, algo que conecta el alma de ese recién nacido con el que lo
acuna, algo que vibra con el latido de los dos corazones que se encuentran.
Hoy pensaba: ¡qué distinta que es la muerte, o más bien, cuán
impactante es enfrentarse a ella, cómo conmueve nuestras fibras, derrumba nuestros
sentimientos, lacera cuerpo y espíritu de manera tan brutal!
La felicidad embriagadora del nacimiento y la angustia
terrible de la muerte. ¡Qué dramático escenario! ¡Qué ambivalencia tan irremediable!
***
Sólo ahora, ante su enfermedad, ante sus dolores, ante sus
padecimientos, su desesperación, sólo ahora mido la importancia de usted en mi
vida, lo que me dio de compañía, de afecto, de risas, de alegría, de certeza de
vida.
Usted llena los espacios, rebosa el ambiente, repleta los
corazones y por eso a usted lo quiere todo el mundo que lo conoce, muy a pesar
suyo, muy a pesar de su deseo de estar solo.
Armanduchas me está haciendo mucha falta…
Voy a verlo a Cali, a estar con usted algunos días, a
acompañarlo, a estrecharle la mano, a hablarle al oído, a esperar que descanse
de semejante dolor que lo está consumiendo.
Su hermano, Mauricio.
OCTUBRE DEL 2019
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