LA URBE BESTIAL
LA URBE BESTIAL
“Urbi et orbi” que significa ‘A la ciudad y al mundo’, o ‘A
todo el mundo’ se aplica a la bendición papal para indicar que se hace
extensiva al mundo entero. ¿Es la urbe el mundo, o el mundo es hoy la urbe? Me
hice esta pregunta hace pocos días y he llegado a la conclusión de que la
ciudad tal como existe hoy es el horroroso futuro del hombre, la maldición de
nuestro destino, la causa de muchos de nuestros males. ¡Vamos hacia las
megaciudades!
Las primeras ciudades nacieron en los valles regados por los
grandes ríos: el Tigris y el Éufrates en Mesopotamia, el Indo en la India, el
Nilo en Egipto y el Amarillo en la China. Surgieron hace 7.500 años, siendo la
primera de ellas Catal Huyuk en lo que hoy es Turquía; la más famosa Babilonia
desarrollada en el 2.300 a. C. en el valle mesopotámico; otra de gran
importancia fue Mohenjo Daro en el Indo. Todas ellas construidas como refugio y
residencia permanente de agricultores y ganaderos que requerían estabilidad y
resguardo.
La evolución de la ciudad desde entorno religioso y político
a la ciudad estado, la ciudad amurallada, el burgo medioeval, el arrabal, los
baños, el acueducto, la iglesia, la mezquita y el santuario, la ciudad puerto,
la capital del Estado, la urbe industrial, nuestras megalópolis contemporáneas.
Al arribo de Cortez, Tenochtitlán tenía cerca de 200.000
habitantes en México; en el Cuzco Pizarro encontró 130.000 pobladores en la
capital del imperio incaico, mientras Madrid por la misma época tendría cerca de
50.000 ciudadanos, Londres 100.000 vecinos y Pekín un millón de residentes.
Hoy tenemos monstruos como Tokio 39 millones, Guangzhou-China
32 millones, Yakarta-Indonesia 27 millones, Delhi-India 25 millones, Ciudad de
México 22 millones, New York 20, Sao Paulo 20. En África 65 ciudades tienen más
de un millón de habitantes; 51 en América; en Asia 210 urbes; en Europa
occidental 44; en Europa oriental 19 ciudades superan un millón de pobladores;
523 ciudades superan el millón. Sumando las grandes y medianas urbes hay más de
1.500 millones de seres humanos aglomerados en megalópolis.
Agustín de Hipona en «La
Ciudad de Dios» dice: “La
ciudad no es otra cosa que muchos hombres concordes, unidos en sociedad para
defender mutuamente sus derechos.”
El anonimato, la alienación, la distancia entre individuos;
la industria, la estratificación, la reproducción de la desigualdad; la
burocratización, la jaula de hierro y las reglas, la solidaridad y el egoísmo,
la interdependencia, la heterogeneidad; los núcleos raciales o ghettos; los
grandes vicios y las grandes virtudes, individuo (lo privado, lo interior) y ciudad (lo público, lo externo, lo malo).
Cuando los hombres usan colectivamente el espacio, sus
conductas en relación con éste se asemejan enormemente a las conductas animales
que defienden los territorios individuales. La hostilidad es patente, se
liberan colectivamente las pautas de agresión del individuo socializado, la posesión
territorial no es menos fundamental que la posesión sexual.
Ratones en estrechas cajas de laboratorio se asocian a
fenómenos tales como pérdida de las actividades reproductivas y actividad
sexual, las crías no son atendidas; se presentan fenómenos de aborto, tendencias
canibalistas, y ausencia de conductas asociadas a la construcción y cuidado de
nidos. Ante grupos de ratas en condiciones de amplitud se hace evidente que no
se presentan prácticas patológicas.
La pérdida de espacio personal implica la aparición de la agresividad,
la dificultad para adaptarse; interrelacionarse con la ciudad y recrearla desde
el individuo es harto difícil. El azar, la confusión, aglomeración y desorden. La
urbe está construida sin un plan, con una arquitectura insensata que desafía
toda racionalidad.
***
Aunque he viajado algo y conocido por encima algunas
ciudades del planeta la única que en verdad tengo en mis entrañas es Bogotá,
una ciudad tendida sobre un valle enorme a 2.600 m.s.n.m., y cuya población
podría estimarse en casi ocho millones de citadinos distribuidos en cerca de
dos mil barrios, unos muy grandes, muy poblados y otros extensos pero menos
densos.
Es una urbe horizontal con algunos centros verticales
edificados recientemente en los últimos cincuenta años; ciudad larga, recostada
al oriente sobre cerros andinos que rodean la Sabana de Bogotá y extendida sobre
la planicie, invadiendo tanto tierras fertilísimas como lagunas, corrientes de
agua, hondonadas y colinas; alinderada al occidente por un río que hoy corre
lleno de miasmas, muerte y putrefacción líquida.
Me crié en ella, jugué en ella, estudié en ella, me enamoré
en ella, me volví rebelde en ella, y la he amado como se aman las entrañas o la
sangre: de manera vital, críptica, esencial.
Me siento bien en la maraña de San Victorino, la plaza grandísima
de muchas cuadras que rebosa de gentes, mercaderías, ruido, ladrones, olores,
comidas de tres pesos, mugre, plaza veloz como un velocirraptor. Ahí se
encuentran elefantes morados y alebrijes alados, telas de la India y enseres de
Indonesia, cueros de Argentina y renos de Siberia, de todo lo que uno se
imagine. Aquí hay pícaros y honrados, mercaderes y santos, industriales y
vagos, niños y mendigos, prostitutas y monjas. Hay también una aire enrarecido
porque muy cerca están los lupanares más tremendos y las casas de gobierno de
la nación y de la capital, los restaurantes para pobres y el parlamento
republicano, las forjas de hierro más bellas y la corte suprema de justicia; un
pasaje centenario fundado por el filántropo Luis G. Rivas hace 125 años, pasaje
que se asemeja a un zoco de Andalucía o Samarcanda, mientras a escasos metros
corre un canal de aguas negras en el que pernoctan ‘desechables’, seres humanos
a quienes nadie quiere, seres repletos de infecciones y lacras, especímenes
repletos de mugre arcaico, ojos de lagañas verdes y aliento de coca, basuco,
marimba, ácido, pegante.
Podría seguir dibujando miles de cuadros, decenas de
construcciones de adobe y concreto, centenares de portones azules y verdes,
tejas de barro y de asbesto, calles rotas de adoquines duros y ratas vertiginosas,
parqueaderos descubiertos que no son sino derrumbes de casas añejas, seres
humanos que como hormigas corren arriba y abajo, adelante y atrás, por senderos
increíbles y sótanos tenebrosos, entre edificios casi derruidos y almacenes
vibrantes que venden camisas como vender chorizos de a peso. Podría seguir
describiendo a San Victorino…
Aunque los aterre ese cosmos tremendo me atrae, me gusta, me
huele a especie humana, a tribu, a vitalidad.
También me fascina la 19 con 7ª, que es el cruce de dos avenidas bogotanas de importancia: la
19 viene de los cerros orientales, nace de sus entrañas como si fuese una
flecha que saliese del pie de la montaña viva; la 19 muere cuarenta cuadras
abajo pues se curva como la elipse de Einstein en la carrera 40. La 7ª, la carrera 7ª o Calle Real es parte integral del
esqueleto urbano e histórico de Bogotá: va de sur a norte desde el antiguo Río
Fucha (Calle 12 sur) hasta La Caro 24 kilómetros al norte. La 7ª puede
sintetizar la ciudad: al Sur hay un barrio, Las Cruces, repleto de artesanos,
poetastros, locos, pensionados de la policía, mujeres de la vida, bares
fétidos, billares, inquilinatos, en fin el resumen de la marginalidad y la
pobreza que más allá, más al sur, cerca de las nubes y el horizonte seco y duro
recibe los barrios de invasión, donde las casas son de lata, cartón y recortes
de madera, y en las que viven ratones humanos, seres infrahumanos, mediohombres
condenados por una sola cosa: ¡La Pobreza!
Y muy al Norte está
esquematizada la injusticia, esto es: ¡La Riqueza!
La 7ª pasa
por el borde de algunos palacios (aquí, aunque no lo crean tenemos también
palacios, ni más faltaba) el de Nariño donde posa el presidente y su gabinete
ministerial, el de San Carlos sede de la Cancillería y el Arzobispal.
La 7ª toca
las faldas de la institucionalidad más rancia: La Catedral Metropolitana y el
Palacio Arzobispal donde unos personajes que de aquí a algunos siglos nos harán
carcajear por sus vestimentas, sus estrambóticas costumbres ―son hombres vestidos de mujeres,
personas que dicen vivir en pobreza mientras sus ropajes son tejidos con oro y
plata, individuos que optan por el ayuno y que transpiran grasa y camarones,
indigentes que viven en un palacio llamado Arzobispal, menesterosos de manos
cuidadas con cremas y uñas manicuradas limpísimas, hambrientos que desayunan
atendidos por monjitas y sobrinas quienes les sirven chocolate, té, café,
aguadepanela con queso, almojábanas, pan francés, croissants, arepas con queso,
huevos poché, jamón suizo; desventurados que almuerzan y cenan en compañía de
ministros de Estado, parlamentarios y presidentes jacobinos que rezan
jaculatorias; modestos curas que alguna vez, allá en tiempos pretéritos soñaban
con la humildad, la entrega a los demás, el castigar su concupiscencia y sus
apetitos terrenales entregados a la contemplación del Cristo pero que andan hoy
en carros de último modelo con choferes que les abren la puerta y dicen: «Su Reverencia, que tenga buena noche»―.
Humildes obispos dedicados por completo a encontrar la Verdad
en los libros sagrados como hacen los monjes tibetanos, o como los sacerdotes
egipcios que perseguían la revelación en los papiros consagrados a Horus.
La 7ª vibra
al lado del Parlamento donde hace ya más de dos siglos se reúnen a ‘parlar’ los
llamados ‘Padres de la Patria’ que en verdad lo fueron pero ya no son sino los
Felones Mayores. Producen leyes como cataratas; legislan sobre lo de aquí y
acullá a condición de no perder ni un ápice de su poder y sus privilegios. Herederos
de la Revolución Francesa y el levantamiento bolivariano del siglo XIX se
transformaron en ‘políticos’ ―sufrieron
esa transfiguración increíble padecida por Drácula, por Napoleón quien de
general republicano regicida llegó a Emperador de los franceses, Stalin
defensor de los obreros y tirano indescriptible de su pueblo, Fidel libertador
de Cuba y dictador oprobioso de su nación, Chávez fervoroso populista
convertido en déspota espantoso; Somozas latinoamericanos, asiáticos, africanos
elevados al poder para oprimir y aplastar, Mussolinis de verbo magistral
conduciendo la carroza del Estado hacia el monopartidismo unanimista
autocrático; incorruptibles corruptos, cristianos asesinos, budistas pacifistas
enarbolando hachas― ‘políticos’,
esto es seres pegajosos, repulsivos, que se arrastran sobre el vientre, sujetos
que sonríen en público y odian en privado, que deslumbran con su verbo
enardecido y duermen en los sillones del congreso, que recorren regiones,
caseríos, montan en bicicleta, moto, mula, jumentos, canoas, triciclos… Y se
adocenan en su cargo, se trasportan en vehículos blindados último modelo viendo,
por las ventanas oscurecidas a prueba de balas, cómo transita la ciudad, cómo
se mueve el transeúnte, cómo palpita la urbe; pero a ellos, sin corazón sino
con herrumbre en su enmohecida carcasa, nada los conmueve, son hipócritas de
acero, seres inflexibles, cocodrilos ásperos, duros, comelones y traidores. Más
de trescientos parlamentarios como cucarachas hambrientas medran sobre los
presupuestos, las normas, los intereses que dicen representar que no son otros
que los propios o los de sus electores reales, los grandes contribuyentes a sus
campañas, con los que en verdad están comprometidos hasta los tuétanos.
Periódicamente se ven fotografías y sesiones de ellos
‘parlamentando’: asisten pocos,
duermen muchos, se ausentan varios,
rehúyen la responsabilidad, asaltan con la diatriba pero votan en secreto
contra lo que dicta su conciencia pues la reemplazan por ‘compromisos y
componendas’.
Devengan como príncipes, lloran como indigentes; reglamentan
como si tuviesen diarrea legislativa a condición de que no se toquen sus
intereses individuales sin importar un ápice el país; se ausentan para bloquear
una iniciativa, deshacen quórums, obstruyen las verdaderas reformas y apoyan el
statu quo, modernizan lo que ya está modernizado por las fuerzas sociales,
eternizan privilegios y mandatos feudales; han vomitado en su revoloteo anónimo
y cruel más de 90.000 normas, decretos, leyes, reformas que ahogan a las gentes
de la 7ª en una maraña de
enredos y sofismas propios de la Corona Española.
La 7ª transita
por la Plaza de Bolívar; al costado oriental tiene el Palacio Arzobispal ya
descrito y al sur al Congreso de la República. En frente de este último se
erige el Palacio de Justicia, cuarto palacio lo que prueba fehacientemente que
en estas tierras de América existen estos edificios palaciegos herederos de
Europa y sus Cortes las que, o fueron fusiladas, o guillotinadas en las cien
revoluciones y en las centenares de matanzas del Viejo Continente, cortes que
regresaron o supervivieron al desorden de la revolución burguesa como aves fénix
putrefactas.
El de Justicia alberga las principales Cortes judiciales de
la nación, aunque en este edificio no se encuentran todos los organismos
burocráticos que gobiernan el sistema judicial colombiano, a saber: Corte
Constitucional, Corte Suprema de Justicia, Consejo de Estado, Consejo Superior
de la Judicatura, Jurisdicción Especial para la Paz, Fiscalía, Procuraduría
(control a funcionarios y entidades estatales) y Contraloría de la Nación (control
fiscal del Estado), Defensoría del Pueblo, Comisión de Acusación de la Cámara
de Representantes.
Se necesita un curso avanzado de derecho para entender la
funciones precisas de cada uno de los órganos señalados, pero basta con decir
que unos controlan a otros, y otros a unos con lo que se logra un virtuoso e
inteligente equilibrio legal, hasta el punto de que cualquier norma (más de
90.000, decíamos) puede ser revisada, vuelta a revisar, aprobada, desaprobada,
admitida, inadmitida, declarada exequible o inexequible, y en mil casos
devuelta la ley o el estatuto para que se le adicionen o reformen parágrafos,
incisos, notas, fechas, vigencias…
Como cualquier parroquiano entenderá, el marasmo y el
embrollo da para que cerca de 400.000 abogados hagan y deshagan en juzgados,
tribunales y cortes recurriendo a la Ley, a la Justicia, a la Norma, al Edicto,
al Decreto para lograr, oh fabulosa ciudad, oh maravillosa nación, que un
juicio cualquiera dure años de años, un indiciado permanezca en la mazmorra
meses, decenas de meses, un simple trámite se trastoque en un calvario, una
resolución en un padecimiento irresoluble.
Y si a este fabuloso panorama se le añaden unos dolaretes,
unos pesos por debajo la cosa toma vuelo y se trastoca en una corruptela que de
arriba abajo y del suelo al techo corroe las bisagras, los tuétanos, las
vértebras del sistema judicial acomodado desde cinco centurias en Santa Fe de
Bogotá.
Diez reformas al sistema jurídico se han intentado, diez han
fracasado estrelladas contra intereses, corruptelas, cargos, togados de diez
años, escritorios inamovibles, ‘puertas giratorias’ con las que yo te elijo y
tú me eliges, acuerdos de escritorio para autorreformarse que a la ‘hora de las
curubas’ termina en nada; en fin un sistema judicial esclerótico, tortuguesco, en
el que los magistrados también se visten de manera absolutamente ridícula con
una toga negra como recuerdo acongojado por la muerte de una reina inglesa. (La
toga negra se usó por primera vez en 1694 como muestra de luto y respeto por el
fallecimiento de María II de Inglaterra).
No tengo ni idea cuántos magistrados habrá en Colombia pero
son muchos, muchísimos, con toda clase de privilegios y pocas obligaciones pues
juzgan cuando quieren, se ocupan de los casos dicen ellos que “atenidos a la
Constitución y las Leyes”. Se han visto gran cantidad de sentencias proferidas
bajo la presión de las coimas y el regodeo de los dineros oscuros; son
magistrados de bolsillo de los grandes intereses económicos unas veces legales
y muchas veces ilegales. En las cortes rumban el dinero, las invitaciones, los
obsequios, las presiones, el acceso a propiedades, fincas, viviendas, vehículos
que nadie sabe de dónde provienen. Es el festín de la perfidia y la corruptela,
el baile de la desidia, el convite de la tolerancia y la infamia pues sus
sentencias son muchas veces amañadas, las más retorcidas, las otras imposibles,
las de allá demoradas ad infinitum.
Y si en las magistraturas llueve y huele a mortecino, en los
pisos inferiores el espanto es sin igual. Un juez de Colombia resuelve 448
casos al año; 3.135 uno de Estados Unidos. La Contraloría ubica al país como
uno de los más ineficientes en la administración de justicia. Colombia tiene
hoy 4.861 jueces; es decir, 11 por cada 100.000 habitantes. También en Estados
Unidos los jueces son 11 por cada 100.000 habitantes.
Nuestra justicia diaria es un esperpento pues no camina ni
anda sino que cojea derrengada como si estuviese mutilada, coja, paralítica,
deforme, circuncidada con segueta, descuidada y torpe.
La remuneración es aproximadamente la siguiente: Magistrado
32 millones mes; congresista 31 millones; juez 9 millones. Correlacionado con
el salario mínimo mensual cerca de 40 veces más devengan togados y
parlamentarios.
No he tocado el Palacio de Nariño (el de los presidentes)
cuyas paredes bordean también la 7ª,
ni el de San Carlos (el de la cancillería). Basta con decir: ¡el zumo de la
política descrita entre los parlamentarios, el de la justicia señalada que se
envasa en sus recintos tenebrosos, es, en la Presidencia un extracto grueso,
espeso, una esencia que despide el olor temible y terrible de la dirigencia
nacional ―idéntica, por cierto,
a la internacional―.
La carrera 7ª
es la arteria coronaria de la Patria. Cerca de ella San Victorino, los
Palacios, el Centro histórico de la ciudad ―el Manhattan, la City, la Gran Vía, la Quinta Avenida, Las
Ramblas, Trafalgar Square, el Paseo de la Reforma, La Avenida Atlántica, Ginza,
Via Veneto, Plaza Tian´anmen―,
es la avenida medular de Bogotá. Del llamado Centro en el que durante siglos se
edificó la vida capitalina, arranca hacia el norte la 7ª, pegada a los
imponentes cerros orientales que no son otra cosa que dedos telúricos de la
Cordillera Oriental de Los Andes; va engendrando parques, monumentos,
rascacielos, universidades, galerías, cotos de caza humanos, encierros urbanos
donde viven los millones de bogotanos, unos pobrísimos, indigentes casi, que
padecen el amanecer y el anochecer no como una esperanza sino como una
desgracia destinada a martirizar cuerpo y alma para prepararlos al ascenso a la
vida eterna; otros pertenecientes a una clase media que medio vive, medio goza,
medio ríe, medio sufre, medio se viste; iglesias, colegios, escuelas,
hospitales, hospicios, tiendas, supermercados, prostíbulos, proxenetas,
homosexuales e invertidas, columpios, estaciones de combustible. Instrumentos
musicales, librerías, anticuarios, clubes, restaurantes, comedores
comunitarios, casas de justicia, tribunales, bancos, Bolsa, pedreas, raponazos,
alcantarillas rotas, buses que vomitan smog y cadaverina, embajadas, turistas,
fiestas, licoreras, arequipe, bocadillo, queso, empanadas, hojaldre, frijoles,
sancocho, tallarines, misas, cementerios, comentarios, monumentos, cafeterías,
carretas con frutas, vendedores ambulantes, venezolanos y venezolanas, clubes
dinamitados, oligarcas, blindados, camarillas, árboles, eucaliptus y pinos,
acacias y sangregados, flores, pájaros ausentes, idos, desaparecidos,
asustados, muertos, esfumados.
Vamos llegando a la calle 72 y a la 85. La ciudad de la 7ª, la ciudad vertebral de la que se
desprenden las arterias, los brazos, las piernas, los penachos del resto de
esta urbe megalítica que reproducen, como las células cancerosas, las mismas
miasmas, iguales ‘éxitos’, idénticos entornos de pavimento, calles,
callejuelas, avenidas, casitas de ladrillo, edificios de concreto, casimbas y
casetas, centros comerciales, supermercados, vitrinas, gases tóxicos, smog
llorón, peatones, vehículos, buses, motocicletas, bicicletas, patinetas,
motores bramando, ruidos, pitos, sirenas, insultos, accidentes; cuatro filas de
carros como una serpiente metálica que va y viene, un enorme, largo, larguísimo
y esplendente catafalco de metal, una gigantesca culebra que brilla y engulle
individuos, parejas, seres que parecieran hipnotizados por la fila, sentados
con las manos sobre un timón, absortos, semiocultos por un vidrio curvo,
manejando su propio ataúd de latón, sin comprender ¿o sí? que hacen parte de la
megalópolis planetaria, de esa víbora de aleaciones diversas ―plástico, hierro, aluminio, vidrio― que se está comiendo al planeta,
reptil que repta por caminos, calles, avenidas, autopistas, senderos, calzadas
que en homenaje al negro petróleo han erigido los humanos, los negociantes de
carros y de combustibles que necesitan vomitar 1.500 millones de vehículos ―los que hay hoy― y producir 100 millones por año,
envenenar la atmósfera con 1.730.000.000 toneladas métricas (equivalente a 3,81
billón libras) de dióxido de carbono al año, o lo que es igual a quemar todo el
carbón cargado en un tren que se extiende 354,000 millas, el tiempo suficiente
para envolver 18 vueltas a la Tierra por el ecuador.
Esta urbe bestial contada así es vomitiva. Pero vista de
noche, luego de una suave lluvia que la limpia y la vuelve como de cristal, es
una megalópolis atractiva que sorbe campesinos, desplazados, venezolanos,
pobres de todos los rincones y también, porque no decirlo, se chupa a miles de
personas de la media clase esa que medio vive y medio muere; y, como urbe, como
capital megalítica, hipnotiza también a ricos, a herederos, embajadores,
inversionistas, extranjeros, presidentes y ceo´s (qué término tan ridículo) de
muchos rincones del planeta. Estos últimos, gentes de la GCU (Gente Como Uno),
ya han sorbido suficientes gases de invernadero en disímiles rincones de la
Tierra y vienen a asentar sus nalgas, sus billeteras y sus mentes en la Bogotá
moderna, la del siglo XXI.
Roma antigua con casi un millón y medio de habitantes y
Pekín con un millón en el siglo XV advertían del porvenir: decenas de
metrópolis millonarias dispersadas por la geografía terrestre repletas de las
mismas virtudes y defectos de Bogotá.
***
Pero… Bogotá es no mi ciudad natal sino la que me adoptó, y
la que yo, a pesar de los pesares siento en las entrañas, a la que le veo circular
por sus arterias escleróticas la magnificencia del redil, la grandeza del
rebaño humano, enorme como una gran serpiente que se devora todo, incluso a sí
misma; la urbe con la que palpito y veo latir ocho millones de humanos que
corren de arriba abajo como hormigas buscando su destino, sus amores, sus
fracasos, sus odios y sus pasiones.
La urbe neblinosa, húmeda, fría, gélida, pero que abre sus
cerros y sus cumbres, sus llanos y sus quebradas al sol de primavera que
aparece con frecuencia calentando la piel de los bogotanos y explotando en
luces y crímenes es mi urbe, la que me crió y me malcrió, la que ha apañado a
mi familia paterna, es la que me ha dado su vitalidad, su smog, su barbarie y
su amor frenético.
Gracias Bogotá.
MAURICIO JARAMILLO
LONDOÑO AGOSTO DEL 2019
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