SOBRE MI HIJO...


LOS HIJOS SON PARA SIEMPRE…
Federico andaba con algunos CD´s en su morral. Los estoy oyendo. Música cubana, Carmina Burana, Nana Mouskouri, Víctor Heredia, Elton Jhon y Phil Collins, vallenatos, sones del Caribe. Él se sentía costeño, oceánico, hombre del mar y de la Sierra Nevada lugar en el que hace muchos años no lo supe liberó un cóndor junto a una comunidad arhuaca. También amaba los perros, los animales todos, a los pobres y los humildes, a los sin voz y los sin tierra. Adoraba los cactus y las hortalizas, los árboles y las quebradas de aguas cristalinas. Me contaba con emoción del pueblito de Palermo perdido y coagulado en el tiempo con sus casitas coloniales, sus tiendecillas precarias, su clima extraordinario, el río cercano translúcido, impoluto, precioso. Natalia mi hija su hermana carnal me mostró un video de Federico bailando con su tía Mónica, llevaba sin duda alguna el son y la música en la sangre. Vimos muchas fotografías de él chiquitico, recién nacido, caminando, más grandecito en compañía de primos y amigos, bañándose en pelota bajo un aspersor, adolescente, de uniforme militar, con su hija mi nieta Mariana―.
Ahora tengo un santoral de fotografías frente a mí, en la pared de mi escritorio. ¿Hay que esperar a la muerte para recordarlos, para tenerlos siempre presentes, para mirarlos en el muro…? ¡Qué absurdo!, pero así me ocurrió: necesitó morirse para colocar su figura permanente, permanente, mirándome desde la pared y diciéndome: padre mío por qué no me entendiste, por qué me abandonaste esos últimos meses, esos días tan duros en que estaba solo, o me sentía solo, triste, sin destino, sin ilusiones, esperando la muerte como única salida, ¿¡por qué padre mío!?
Sebastián mi primo ―el otro prefirió la parranda― me acompañó a recogerte a Paipa pues pensaba yo que era mejor ir con Sebas por si teníamos dificultades en traerte a Bogotá. Tres noches antes de tu muerte una especie de comezón, una inquietud provocada por innumerables mensajes de tus vecinos, de tus tíos, de tu hermana, de tu novia, de tus amigos revolcaban mi alma llevándome hacia ti. Esas cosas del destino, de las premoniciones, de lo extrasensorial me sembraron en el espíritu la necesidad de recogerte, de traerte cerca de nosotros, de salvarte, de verte y conducirte hacia nuevos caminos. ¡Y fracasé! ¡Te moriste en el camino! ¡No sé exactamente dónde, ni por qué, sólo sé que tu sangre te ahogó hijito mío. ¡Te me moriste en el carro, creyendo nosotros que dormías, y claro que lo hacías, estabas durmiendo el sueño del siempre, el sueño del viaje a la eternidad, el sueño del no serás más… Aunque sí lo serás si mi memoria te atesora y si estás en la memoria de los demás; … y en verdad cuando avisamos de tu fallecimiento un alarido de dolor y desesperación se oyó en tu barrio, en tu vereda, entre tu familia, entre tantos, tantos amigos que tenías: ¡en verdad te amaban!
Cuando, por solicitud de tu hermanita, preparamos las ceremonias de tu entierro alguien dijo que nunca había visto una vigilia con tal diversidad de personas: campesinos, jóvenes, profesionales, hombres de corbata impecable y otros de sweater, mujeres de todas las edades, obreros, estudiantes… A mí se me acercaban y me abrazaban desde vecinos hasta amigos de mi colegio; jovencitas que te amaron, amigos de tu alma, tus compañeros de estudio y de parranda, los de la cuadra; aquellos a quienes les vendías miel de abejas, polen, propóleos, jalea real, quesos paipanos, cactus enanos y suculentas, aquellos que por amor a ti y porque encontraban en tu alma algo que agradaba, algo que los enamoraba pero que también dolía, aquellos que se alegraban de verte un día más sobre la Tierra y prendados de tu labia y tu entusiasmo abrían las  puertas de la alacena para colocar la botella de miel o los huevos gigantes que les habías vendido.
Moriste a las 6:48 p.m. del sábado 22 de diciembre del 2018 y te enterramos el 26 en una tumba de cemento y ladrillo en el quinto nivel de ese cementerio repleto de lápidas, flores marchitas, olor a sepulcro y a duelo. Vi tu cuerpo maltratado por los cirujanos hijito mío; vi tu cuerpo tranquilo en el salón de velación; y te conducimos para dejarte solito en esa fosa: ¡era necesario pero terrible, terrible hijito mío!
La lógica de las matemáticas, la ciencia de la ciencia indican que pereceremos primero los más viejos y nos enterrarán los más jóvenes, pero con tu muerte y con tu dolor, en la vida se prueba que no existen ni la lógica ni la ciencia sino los disturbios y la anarquía.
¿Por qué no fui capaz con esa maldita dureza mía, ese ancestro paisa y machista, ese ‘pater familias’, por qué no entendí suficientemente que amabas a Silvio Rodríguez, a Serrat, a Milanés porque eras lo que son sus canciones: ¡pura sangre de amor! ¿Por qué? Te internaste en unos lugares donde mi voz era muda, mis palabras vacías, mis manos impotencia. ¿Por qué te fuiste allá?
Sabes, hijito mío, que ver a Martica quien fue mi secretaria de los años noventa y a su familia rezando al lado de tu féretro; las letanías de la familia materna de Mariana, sabes que eso me dio cierta paz pues ellos y los que en este diciembre aciago acompañaron tu cadáver inerte estaban haciendo un homenaje a tu espíritu, a tu amistad que repartías a borbotones así tu alma estuviese dolida y triste como sé que la tenías. ¡Cuánto sufriste, cuánto!
La muerte de tu mamá, la que era tu verdadero amor, la que querías y necesitabas como la savia a la vida, hizo lo que a los toros de lidia cuando agonizan: ¡te dio el puntillazo definitivo!, no podías resistir su ausencia… Y ahí entro yo: ¿por qué no tuve la inteligencia y el saber, el afecto y la bondad de darte algo parecido a lo que te dio tu madre, por qué?
Yo sé que muertes como la tuya traen culpas y preguntas, ¡lo sé! Pero a pesar de comprenderlo no ceso de preguntar: ¿por qué?
Todos tus amigos y parientes creían que era tal tu sufrimiento, tu sin salida, tu angustia, que podías morir pronto, pero… ¿saben acaso que te montaste a mi carro ese 22 de diciembre a las dos de la tarde, me dijiste “Padre”, te despediste de tus vecinos y les dijiste que volverías en un año, lo que demostraba que tenías ilusiones de seguir vivo y salir de tu angustiada desesperación? ¿Lo saben?
Fui a salvarte y… te moriste. Eso es lo más terrible que me ha ocurrido; nada se le parece, ¡nada!
Recuerdos atravesados, sueños, ilusiones muertas… El huraco es de tal dimensión que creo que nunca sanará…
Los que se nos acercan a Natalita y a mí nos piden fortaleza, comprensión, resignación… Si, muchas gracias, tienen razón pero aquí no obran ni la lógica, ni la razón ni la sabiduría sólo obran la pasión, el dolor, el sentimiento y la desazón.
A mí mi hijo sí se me murió, sí se ‘enterró para siempre’, sí desapareció, sí se esfumó su vida y sólo me quedan recuerdos, culpas, abandonos, drama, tragedia, sufrimiento… aunque quedan también de él su dulce hermanita, mi hija que es como casi todas las hijas de todos los padres de la Tierra la adoración de ellos, y resta igualmente la nietecita ―su hijita Mariana―; y por supuesto tantísimos  días, meses, momentos, fechas, circunstancias en que estuvimos juntos y felices pero… ¡¿y el huraco?!
Cuando tuve que recoger tus cosas, mirar tu ropa, abrir tus maletas y morrales, escarbar cajones, camas y escaparates encontré tantas cosas, tanto dolor, tanta soledad, tanta amargura, tanto sufrimiento… En una cajita de plástico guardabas el mayor de los tesoros tuyos: una carta de muy pocas letras dirigida a tu mamita declarándole tu amor y firmada con tu nombre materno:  ‘Pico’; dos cédulas de tu mamá, y tres carnets con la fotografía de ella, de los empleos donde ella había trabajado. ¡Estoy seguro que esos eran tus mayores tesoros, tu resguardo en las noches largas y duras, tu talismán en el parque de la iglesia donde ubicabas tu mesa blanca con los frasquitos de miel y polen! Tengo la absoluta certeza que en esa cajita estaba todo tu corazón desgarrado pues se había ido de tu lado tu compañera, tu apoyo, tu cayado, tu fortaleza, tu luz, tu amor desenfrenado. Esa cajita de color azul aguamarina la abrías en las noches solitario como un grillito perdido en el bosque, sintiendo en tu desolación que nadie, nadie, nadie te quería, que al haber perdido para siempre a tu madre habías perdido tu norte y tu ilusión, la razón de vida, el propósito del existir. Y, yo, tu ‘padre’ como me decías, dónde estaba, ¿por qué no me lancé de cabeza sobre tu amor, por qué no me dediqué a nadar en la piscina de tu afecto, en el mar de tu cariño?
Perdí a mi padre, a mi abuela, a mis tíos, a mi hermano, a mi madre, a mi abuelita Clara, a muchos y me resigné: ¡vivir es morir de a poco! Cada que cumplo años creo que descuento vida, y así es. Pero… morirte tú hijito mío, morirte en mis manos, morirte sin que nos diésemos cuenta de tu ahogo, ¡morirte!… Eso es insoportable y tengo que decirlo porque de pronto diciéndolo se amortigua un poco mi llanto y mi duelo, ¿lo entiendes hijito mío?
Quiero hacer mi duelo público porque hay tantos que aman de a poco, que quieren sin querer, que pasan por el camino sin dar, que miran sin ver el alma de los otros, que se equivocan como tal vez me equivoqué yo, que simplemente tienen hijos como lo hacen las serpientes: ¡los dejan tirados al garete y los abandonan!
Para ti, hijito mío, no fui víbora pero siempre, siempre podría haberte dado más, haberte tendido la mano más, haberte contemplado más, y como dije hace unos días: “no me perdonaré el no haberme acostado contigo en un pastal a ver juntos las nubes y el cielo azul cada mes, cada semana, cada día.”
MAURICIO JARAMILLO LONDOÑO                 ENERO 2019
Este es mi hijo Federico Jaramillo Dugand

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