SOY UNA MURCIÉLAGA
ANOCHECE en mi árbol. Las chicharras de la tarde
chillan y chillan. Hay mucho calor. Siento la llegada de las sombras, de la
penumbra, y mi organismo comienza a estremecerse, a temblar, a removerse. No
tengo ni idea porqué me pasa esto, pero me pasa; voy estirándome; mis alas
negras y de suave pelusa se convulsionan ganosas de volar, quieren extenderse,
ya se cansaron de estar plegadas, cubriendo mi cuerpo en el día, ocultando mis
ojos de la luz solar que tanto daño hace a mi vista; veo de noche bien, mis
pupilas están adaptadas a la oscuridad aunque la luz de la luna me gusta y
vuelo, feliz, bajo sus rayos blanquecinos, haciendo piruetas,
cazando insectos, chupando el néctar de las flores, comiendo frutas deliciosas
y orientándome por entre la ramazón con mi sentido de ecolocación, ese radar
que nosotros, los murciélagos, como los delfines y las ballenas tenemos para
orientarnos y evitar obstáculos.
El árbol en
el que vivo es una higuera gigantesca. Sus ramas ocupan gran parte del terreno,
y sus raíces sobresalen como enormes patas de madera. Sus hojas son gruesas y
cerosas, florece una vez al año y da unos frutos que encantan a las ardillas
y los micos, que vienen ágiles, chillones y ruidosos, a comer y comer hasta que
quedan redondos de tanto hartarse de higueras. Los micos nos miran con
curiosidad, se acercan y nos tocan con un dedo, suavemente, temiendo nuestra
reacción. Abrimos las alas lo más grande que podamos, temblamos, nuestros
párpados se despiertan, y los micos brincan a otro árbol con miedo, creyendo
que les vamos a hacer daño. Pero, micos al fin y al cabo, regresan al rato a
comer más higueras, y a fastidiarnos de nuevo. Mientras dura la cosecha
sufrimos muchas contrariedades por culpa de los maldingos micos, que ya en la
tarde, repletos de semillas, pero ágiles y juguetones, se divierten
molestándonos con sus dedos y sus chillidos. Cuando la luz solar va desapareciendo,
asustamos a los micos, volando entre ellos, aproximándonos con movimientos
rápidos
y bruscos, obligándolos a desertar de nuestra higuera
magnífica.
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Soy una
murciélaga a la que le gusta todo, salvo la sangre, ¡eso sí me horroriza!
A unos
primos míos que viven en la cueva del Corozo les encanta la sangre, y todas las
noches vuelan buscándola, pegándose a cuanto animal de sangre caliente se
encuentran, ¡qué espanto!
Yo por mi
parte aprendí de mis padres y mi familia ―tengo una gran familia que vive hace
muchos años en estas arboledas espesas― a gustar de todo, menos sangre. Me
agradan los insectos, especialmente los zancudos, polillas y saltamontes;
también como frutas tal cual ya les dije, son muy sabrosas, refrescantes, con
aromas exquisitos y suaves carnes dulces; ah, y el polen, que delicia, me gusta
tanto como el néctar de las flores que también consumo en las noches
estrelladas o en las de luna llena. En fin, saboreo todo y eso me hace fuerte,
resistente a enfermedades y con buena musculatura. Creo que por comer platos
tan variados mis alas son muy vigorosas y puedo volar de maravilla.
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Nací mujer,
esto es, murciélaga.
Mi mamá
estaba colgando cabeza abajo del árbol y dio a luz esta niñita que soy yo, la
murciélaga Marianita. Me recogió en una bolsita que tenemos las murciélagas
debajo del abdomen para recibir a los recién nacidos. Inmediatamente, ella, mi
mamita, empezó a lamerme todo el cuerpecito, a darme calor con sus alas y a
dirigirme a sus tetillitas para que yo tomara las primeras leches de mi vida.
¡Qué delicia de leche! ¡Cómo me sentí de bien! ¡Cuánto hambre tenía, y cuánto
calor necesitaba para vivir! Ustedes saben que, cuando uno nace, sale del calor
de la barriga de la mamá ―un cálido ambiente lleno de agua tibia―, y brota uno
del vientre materno a un aire nocturno más bien frío y en veces con vientos. Me
hacía mucho bien la leche de mi mamá.
Duré varios
días colgadita de una ramita, oculta de arañas y gatos, y fui creciendo gracias
a los cuidados de mis padres; mi papá me empezó a traer pedacitos de fruta y
mosquitas que yo acompañaba con la leche de mi madre.
Los adultos
salían de noche a cazar sus presas, a recolectar néctar y frutas, a dispersar
semillas por el bosque, a encontrarse con otros murciélagos, conversar en el
lenguaje agudo de nuestra especie, y a descubrir nuevas zonas de alimentación.
Una noche
salí volando con mucho temor de caerme y estrellarme contra el suelo, pero me
fue bien, requetebién. Parece ser que los murciélagos nacemos con esa
predisposición grabada en nuestro cuerpo desde los orígenes, hace cincuenta
millones de años. Debió ser difícil para nuestros ancestros sembrar en nuestros
cerebros el volar de forma automática, implantar esta maravillosa sensación de
volar, estirar las alas y surcar el aire felices; difícil haberlo logrado, pero
lo consiguieron.
Esa primera
noche me acompañaron mis padres y buena parte de primos y tíos. ¡Fue
espectacular!
No hice
ninguna cacería en esa oportunidad, ni probé flores, ni frutas pues sólo quería
estirar hasta el tope mis alas y volar sin ton ni son. De árbol en árbol, de
rama en rama, volé con la rapidez de una flecha, hice piruetas, retorcí mi
cuerpo quedando boca arriba, probando alas, velocidad, firmeza, resistencia. Si
me cansaba, reposaba unos minutos en un tronco, o en una piedra, y de nuevo,
feliz, maravillada de mi encuentro con el aire, las corrientes de viento, la
noche y sus millares de sonidos, los ojos luminosos de toda clase de insectos,
la luminiscencia de los árboles. Volar es un don de la naturaleza extraordinario.
Al amanecer,
viendo que los rayos del Sol empezaban a colorear el horizonte nos fuimos a lo
más profundo del bosque, a nuestra higuera, habiéndome enseñado mis padres las
rutas de ida y vuelta varias veces para que no me fuese a extraviar cuando anduviese
sola.
Tenía mucho
vigor en mi cuerpo; aprendí a comer toda clase de platos ―había uno que no me
gustaba y eran raviolis de cucarrón, me parecía espantoso―; pero todos los
demás alimentos me fascinaban: insectos crujientes y de gustillos picantes,
frutos de los árboles, exquisitos sabores de chulupa, guanábana, mora,
aguacate, mangostino, curuba, guayaba, mango, brotes tiernos de guadua, flores
de macadamia, néctar de platanillas, sanjoaquines, guamos y cítricos, en fin
todo lo que ofrece la selva.
Vivir en la
colonia es estupendo, se siente una acompañada, fuerte, pues tiene uno un grupo
de amigos y compinches con quien salir de cacería o de paseo.
Una tarde,
muy oscura, deambulé por el bosque que protegía un riachuelo, y bajé a
refrescar mi garganta con agua cristalina. Asomaron a la orilla una rana y un
ratón. La rana me miró, emitió un sonido extraño, un croar ruidoso, infló sus
carrillos y me escupió. Me limpié su
saliva y le grité fuerte que esa no era una forma de dar bienvenida a nadie.
Volvió a croar, me miró de soslayo y brincó al riachuelo perdiéndose dentro de
las aguas. El ratón se parecía mucho a mí, lo que me intrigó. Vi que no tenía
alas y le pregunté por qué se movía rápido, mirando a lado y lado, mostrando
los pelos de su nariz, como si tuviese susto, y por qué no podía volar. Me
comentó que él creía que los murciélagos éramos hijos de los ratones, y que
hace millones de años, él y su familia habían perdido las alas, prefiriendo los
rincones ocultos de la selva o los pastizales enormes de las praderas, y que,
por lo que a él concernía, se sentía muy contento corriendo por entre cuevas,
troncos de árboles, piedras y orillas de quebradas.
Me despedí
de mi pariente, hice varias piruetas en el dosel del bosque, miré la luz de dos
estrellas muy luminosas, y me dediqué a comer polen, pues era temporada de
polen, las flores estaban explotando de amor por las demás, y para reproducirse
emitían granos de colores que yo degustaba y que se pegaban a mi nariz y al
cuerpo. Yo pasaba de flor en flor, de árbol en árbol, llevando el polvo vegetal
que da vida a nuevas plantas, nuevos árboles y nuevas flores.
Retorné a
casa, cansada de revolotear y evitar obstáculos, ramas ocultas y ventarrones
fuertes. Dormí profundamente.
Muchas
noches después, de flor en flor, de polilla en polilla, encontré una fruta
extraña y de dulce sabor: La Fruta de
Dios, como la había bautizado mi tío. Le puso ese nombre por su delicioso y
suave aroma, y, porque al degustarla, era tal la exquisitez, que parecía creada
por un ser superior. Mordí la cáscara, un poco dura, y logré llegar hasta el
interior de la fruta: sus semillas estaban envueltas en una gelatina blanda,
traslúcida, aromática y agridulce. Probé muchas semillas y sentí que mi cuerpo
se desdoblaba en dos, mis alas se fortalecían y mi cabeza daba vueltas y
revueltas. Una borrachera suave, un disfrute increíble, un baile de alegría
fantástico. Navegué en ondas, circulé por la arboleda, llegué donde mi madre,
una catarata de palabras e ideas se tomó el resto de la noche. Mi mamá se reía,
me explicó que esa fruta es deliciosa pero hay que comerla con precaución pues
produce alucinaciones. Una lección más me dio mi madre.
≠≠≠≠≠
Les cuento
todo esto porque, aclarado que soy una murciélaga voladora y omnívora ―esto es,
que come de todo―, encontré lejos de la foresta un sitio muy extraño: el lugar
donde viven los humanos, el que llaman ciudad, parecido a nuestro bosque pero
de cemento y hierro, tremendamente ruidoso y lleno de un humo espantoso.
¡Les voy a
relatar mi aventura allí!
Una tarde,
un poco lluviosa, con algo de dificultad para planear pues las gotas de lluvia
mojaban mis alas y las hacían pesadas, yo, murciélaga Marianita, me atreví a
llegar a la urbe de los hombres. Volé alto, lo más alto que podía, para tomar
una mejor panorámica de ese lugar extraño. Tenía, hace muchos meses, libertad
de acción ―mis padres me habían destetado ya y confiaban en mi buen sentido de
orientación y en que siempre regresaba al amanecer al árbol de la familia―. Di
vueltas y revueltas, competía con otros animalillos urbanos que, también
nocturnos como yo, revoloteaban por esa región insólita. El hambre que sentía
lo calmaba comiéndome uno que otro insecto, alguna chapola nocturna, una
aleprusita gorda que metía en mi boca y saboreaba mientras observaba la ciudad.
Las luces de
algunos lugares eran muy fuertes y me emborrachaban perdiendo guía y rumbo,
pero mi sentido del radar me salvaba, y regresaba a las zonas más penumbrosas
donde ver de noche se me facilitaba.
Decidí
aterrizar en una montaña prominente y desde un pino enorme, extendidas mis alas
y agarrada con mis garritas a la rama más alta, miré mejor el panorama.
En el
costado izquierdo de la ciudad las casas y edificios eran más chiquitos, menos
luminosos, llegaban menos carros, las calles eran muy estrechas e innumerables
viviendas no tenían acceso vial, se subía a ellas por escaleritas muy
empinadas. A las ocho de la noche un hormiguero humano se desparramaba por
todas esas callejuelas, entraba a tiendas y comercios, salía con bolsas, creo
yo que de comida, y subían, hablando, en un chillerío enorme, agarrando de las
manos a sus hijos, ayudando a ancianos a remontar los escalones, descansando,
de trecho en trecho, de la fatiga de la ascensión, metiéndose a sus hogares por entre puertas,
portoncitos y corredores.
Un soplo
fresco me ayudó a volar a una de esas viviendas. Me asomé. ¡Les vi!... Una
viejita arrugadísima, con un vestidito llenito de retazos, acompañaba a su hija
―creo que era su hija pues hablaban mucho y se dirigían sonidos la una a la
otra de manera muy fluida y hasta cariñosa― a freír, en un perol renegrido, una
pata de res, dándole vueltas una y otra vez, tostándola, quemándole grasa,
tueste que tueste. Al lado, una olla sudaba al vapor un montón de papas, las
que salaban con abundantes chorritos de sal, blanquita como flor de estrellas.
Estas dos mujeres, la viejecita y su hija, sacaban unos platos medio
desportillados, algunos tenedores y dos cuchillos grandes, los colocaban en una
mesa desvencijada arrinconada al lado de los peroles y la estufa. En unos
camastros mal tendidos reposaban cuatro niñitos, un vejete, y un hombre adulto,
seguramente, el marido, el ‘hombre’ de la casa.
Les aclaro,
esto de decir casa, es un eufemismo, pues solo era un gran cuarto en el que se
arrejuntaban camas, algunas sillas, cocineta y unas mesas.
La viejita
gritó algo en un lenguaje, que yo, murciélaga, no entendía, unas especies de
chillidos fuertes que provocaron en los hijos y en los dos hombres el salir del
cuartucho y fijar los ojos sobre el ‘banquete’ ofrecido: dos papas por cabeza y
unos retazos de un pellejo retostado con gordana y terrible olor a res muerta.
Hablaban
mucho, bramidos de humano ininteligibles para mí, murciélaga de suaves voces.
Se miraban
al conversar, o bajaban la cabeza regañados ante unas palabras fuertes
pronunciadas por alguien con voz grave y dura. Dos mujeres, una enclenque
viejecita y otra vigorosa, un vejestorio y un hombre adulto, dos niñitas, una
de ellas muy pequeñita aunque ya caminando y dos críos grandecitos, inquietos y
ruidosos, todos chupaban esos cueros gruesos con ansiedad, y comían las papas
con las manos, tan rápido y vorazmente que comprendí el hambre que tenían. Esa
familia de ocho personas se la veía sucia y el cuartucho despedía un olor feo,
desagradable, a sudor humano que huele horrible, a cobijas revolcadas. Yo sabía
―me lo habían contado― que los humanos en las ciudades tienen unos lugares
llamados baños donde se asean y hacen sus necesidades corporales. Pues
extrañamente esta familia no tenía baño. No supe, en el tiempo que duré
mirándolos desde un huequito en el techo de la vivienda, dónde iban ellos a asearse.
Duraron un
buen rato royendo los huesos. Las papas desaparecieron en un santiamén, pero
las patas esas les daban brega, aunque el hambre era más poderosa que los
pedazos de res, cortada por esos dos cuchillones en trozos relativamente
pequeños. Roían en silencio, a veces rompían el silencio los dos mocosos riendo
y gritando pero inmediatamente eran reprendidos por el adulto, callaban y
carcomían el hueso y el pellejo difícil.
Terminaron
la cena, se limpiaron en la ropa las
manos sucias y, salvo las dos mujeres, se sentaron
en un camastro grande a mirar una pantalla de luces
que sonaba y mostraba imágenes de todo tipo. El hombre ocasionalmente se
volteaba hacia el viejo y señalaba algo en esa pantalla y hablaba. Yo no
entendía nada, solo oía el grueso sonido de la voz del hombre. Casi dos horas
estuvieron viendo cosas frente a ese cajón y uno a uno, como desgranándose,
fueron cayendo dormidos en el camastro o subiéndose en la otra cama que en un
rincón había. Una nube de sueño cubrió la vivienda y todo entró en silencio.
Entonces me fui, pues ya era tarde y debía regresar a mi manada en el árbol,
previo al amanecer.
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Dejé que
pasaran dos días antes de retornar a la ciudad, pues era tanta la intriga sobre
la forma cómo vivían los hombres que no resistía el deseo de mirarlos en las
noches. Mis padres, y hasta alguna amiga, me aconsejaban no ir por allá, pues
los vapores contaminantes de los carros y las fábricas podrían hacerme daño. De
todas formas viajé, soplada por el viento y por mis fantásticas alas al mundo
de los hombres.
En esta
ocasión anduve por el lado más iluminado de la ciudad, donde había más farolas
y enormes lámparas, corrían por el asfalto vehículos veloces, motocicletas
ruidosas, gente descendiendo de buses pequeños y grandes, vendedores de dulces
y libros en las aceras, en fin, un montón de personas y sonidos que me
asombraban.
Escogí un
carro con varios ocupantes dentro y lo seguí pues mi condición de murciélaga
voladora me permitía ir tras él muy velozmente. Llegó a una casa grande de color
blanco, con enormes ventanales y un portón grandísimo. Entraron los humanos,
eran cinco en total, y se desparramaron por los rincones de la casa: yo podía
verlos pues entré al garaje al mismo tiempo que el vehículo. Me paré encima de
una repisa y luego me metí al recinto principal, al comedor de ellos. Aquí las
cosas eran muy diferentes: los habitantes de la casa estaban limpios y tres de
ellos se sentaron frente a un cajón igual que en la vivienda anterior, pero
este cajón era mucho más voluminoso y con un sonido muy claro. Permanecieron
frente a él un largo rato hasta que oyeron las voces que salían de la cocina,
chillidos que convocaban al comedor a las personas de esa vivienda. Se sentaron
en una mesa ovalada y dieron comienzo a su alimentación con diversas verduras,
frutas, cereales, carne y jugos. Hacían mucho ruido al hablar ―yo no entendía
nada― pero los sonidos eran fuertes y altos. Un rato después terminaron su cena
y cada uno se dirigió a su habitación. Aquí los cuartos eran grandes, con
buenas camas y muebles relucientes. Dos de ellos, los humanos, se acostaron
juntos en un mismo lecho, encendieron otro cajón de luces y voces, se fueron
adormilando. Yo, murciélaga aventurera y valiente, pasé de habitación en
habitación observando a sus ocupantes intrigada por tan diferente
comportamiento, condiciones tan disímiles a las que había advertido en la noche
anterior. Concluí que los hombres tienen dos categorías a diferencia de
nosotros, los murciélagos, quienes somos, todos, una misma familia.
Me fui entonces
reflexionando, triste al ver esas desigualdades tan marcadas, aterrada de
observar que en un mismo lugar, la ciudad, convivían la pobreza y la riqueza,
la miseria y la abundancia, la opulencia y la estrechez. Desconsolada volé
hacia mi manada y me dediqué a comer el resto de noche unas polillitas doradas
que volaban por miríadas entre la arboleda.
Amanecía, y cansada, abatida, me colgué del
árbol centenario y me fui durmiendo con el murmullo de la bandada de
murciélagos y el sonido de las hojas de los árboles que se restregaban, mecidas
por un vientecillo, unas contra otras, produciéndome un sueño delicioso.
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