Dedicado a 'Mi Cucha'
COMO ESTÁ AHÍ NI TE DAS CUENTA
UNA ENDOSCOPIA y una biopsia hablan de cáncer, o de
posible cáncer. Así lo leímos en Google al contrastar las palabras médicas con
la enciclopedia ciclópea que es Google.
Yo le dije
que en mi opinión no es nada, que no se preocupe, que el médico dirá los pasos
a seguir. Quizás pienso que la mejor manera de enfrentar asuntos catastróficos
es la de la calma, la calma absoluta, la calma budista. Así me defiendo y así
defiendo a La Cucha de su angustia.
Ella, con un
cierto sentido trágico de las cosas ―hemos tenido inmensas dificultades
últimamente, especialmente en el campo económico, pues vivimos de unas
pensiones modestas, aunque según los estudios planetarios de entidades super
respetables, nosotros estamos dentro del 1% de la población mundial en cuanto a
ingresos se refiere: somos, sin saberlo, ricos. Cuánta pobreza habrá en el
planeta, cuántos miserables viviendo tristes, desolados, enfermos, pálidos,
hambrientos, famélicos, abandonados, ¿cuántos? ―, ella miró las páginas de
internet, buscó y rebuscó el significado de las palabras misteriosas del examen
y concluyó: ¡estaré tan de malas que hasta cáncer tengo!
Y ayer,
luego de llamar varias veces a María Nela, pues estaba preocupado por la salud
de Nela, y nada que aparecía, y pensaba para mis adentros, será que se murió y
nadie me lo dice, será que está enferma en un hospital, abandonada, tirada en
medio de sábanas, con serios problemas de salud, y nadie me dice nada; cómo
hago para comunicarme con una persona inválida encerrada en un clínica, aislada
del resto de los humanos en su habitación, o en su cama. Y, entonces, apareció
María Nela, llamó al celular, y, claro, la catarata, el alud de palabras,
ideas, afectos, remembranzas, recuerdos, alusiones. Así, como las de Iguazú, es
Nela: un torrente de ideas frescas, afectuosas, vibrantes.
Hablamos
poco porque nos prometimos una reunión próxima, el 26 de julio, a cualquier
hora, para almorzar, oncear o comer. Naturalmente iré con La Cucha.
Nela pasó,
entonces a aconsejarme, desde su experiencia, desde su fuerte y difícil
historia: todo debe conducir al amor, nada más que al amor, eso es lo
fundamental. Hay que rodearla de amor, dejarla que haga lo que quiera, soportar
sus “necedades”. Afecto, mucho afecto. Le expliqué que apenas estábamos frente
al examen y que el doctor determinaría el camino a seguir, que estábamos
especulando, pero…
Colgué el
celular. La palabra amor que en mis escritos aparece, pero vinculada al amor de
pareja, o al sexo, o al afecto familiar, esa palabreja dicha con la fuerza que
María Nela da a sus expresiones, me llevó a pensar en La Cucha y mirarla con
ojos interrogantes, observarle su perfil, su pelo, su piel, su figura recostada
en el sofá viendo la tele y al mismo tiempo viendo el celular, verla con otra
vista, con ojos diferentes, con mi cerebro arisco, alerta. ¡Buen gol el de
Nela!
Devolví la
película de nuestra relación, la de La Cucha y la mía, brinqué hacia atrás,
desenrollé la bobina de nuestro amor en menos de un segundo y me coloqué en el
principio, como si fuese Dios al iniciar la Creación. Y me dije: ¿qué me ha
dado esta Cucha?, esta mujer mía, esta persona, siempre a mi lado, pendiente de
mi pestañeo más insulso, de mis necesidades, presta a acompañarme, a pegarse a
mi costado como una “estampilla”, consultándome hasta de qué se van a morir los
gusanos, tan atada a mí, tan dependiente de mí, tan imbricada en mí ser, tan
intensa, tan solidaria, tan seguidora de cualquiera de mis ideas, mis locuras,
errores, desaciertos.
También,
timbrado ante la palabra cáncer, brotó en mí la posibilidad de quedarme sólo,
pues mi egoísmo primario, el narcisismo de la existencia que consiste en
supervivir a como dé lugar, ese presumido instinto vital me colocó en la
soledad, verme en un futuro próximo sin pareja, sin el calor de la compañera
que sosiega el lecho; y como no hay nadie al lado, voltearse a comentar, a
alguien fantasmal: ¡Viste, viste ese animal tan extraño y huidizo que acaba de
aparecer en el televisor! Y el fantasma no contesta, el espectro no está, no es
nada. Esas palabras se erigen como un absurdo, algo irracional, la conversación
con una sombra, un soliloquio de loco. Y me dio pánico, o más bien tristeza, o
sentimiento de abandono, como si me hubiesen colocado al frente de mis ojos una
cortina de tela gruesa y oscura.
La charla
con Nela ocurrió a las ocho de la noche. Comimos, La Cucha y yo, un sánduche de
jamón y queso que, al fin, Elida, la niña del servicio, preparó con maestría
―se tomó casi cuatro años para aprender a hacer buenos sanduches―. Espero que
el de esta noche, porque voy a comerme otro, tal la exquisitez, salga
excelente. Acompañamos la delicia de sánduche con jugo de tomate de árbol (los
europeos y la gringamenta no saben que se pierden al desconocer el tomate de
árbol, la guanábana, el lulo, la badea, o la chirimoya…), y una mediana
ensalada de frutas.
Sin que La
Cucha se diese cuenta yo la observaba con atención. (En la vida diaria de las
parejas o las familias o las escuelas o las oficinas, la rutina adormece los
sesos, y todo se vuelve tan corriente, tan estereotipado, que uno no ve, ni
mira; pareciese que los ojos ―por donde entran las cosas― ya no fuesen puertas
que se abren maravillosamente para conocer, sino vidrios opacos que permanecen
plantados en nuestras caras, y que, por el hecho de ser vidrios, permiten el
paso de los asuntos sin que nos impresione ni nada llame la atención). Pues
bien, la atisbaba como si fuese un pajarito de ojos azules y plumas rubias que
había aterrizado en el comedor. Ni idea tengo de qué conversábamos, pues lo que
yo hacía era mirarla, tratar de sembrarla en el huerto de mi cerebro, fijármela
con clavos de acero profundos en el casco de mi inteligencia, que su cuerpo de
pájaro frágil no se me fuese a escapar. Y esto ¿por qué?; pues por algo tan
sencillo como el miedo, la angustia de perder la compañera, la mujer, la
esposa, la amante, la que está con uno, la que lo sigue, la que lo acompaña, la
que lo mima, la que lo cuida, la que le alega, la que corre a buscar el
remedio, o el médico, o el vaso de agua; la que le ha dado a uno las mieles de
su sexo, el calor de su cuerpo, las entrañas de su espíritu, los besos de sus
labios, el aliento de su alma, la complicidad de los secretos, las palabras del
éxtasis, la calidez de sus manos, las pecas apenas asomadas de su cara, la
perspicacia de su mente, el trino de su garganta, el tesón de su trabajo, el
sentido del orden y el aseo, la aparición de su figura cuando emerge del cuarto
matrimonial fresca, con su cara sonriente y vestida con elegancia simple pero
bella.
Difícil
explicar con palabras el impacto del sustantivo amor. Si uno va a los
diccionarios, a las enciclopedias, a los psiquiatras y sicólogos, a la
historia, a la literatura, es una palabra con mil contenidos. Yo defino el amor
desde dos perspectivas: el amor filial y de afectos, y el amor sexual o de
pareja.
La Cucha es
mi pareja, la de ahora, la de hace muchos años, la de más de tres décadas.
Otros amores han sido, han pasado, han dejado huella, han dejado estirpe, han
sembrado, pero el de La Cucha es el más duradero, el de la voltereta, el del
renacer desde la entrega revolucionaria hasta la causa personal y filial.
Con esta
Cucha ―les aclaro qué es una cucha en el lenguaje de los campesinos: es un pez
muy feúcho, lleno de espinas extendidas, manchado, de color gris y algo
negroide, ágil, nervioso, cuyos ojos están ubicados en la parte superior de la
aplanada cabeza y adornados con unas cejas tiesas que se levantan y se acuestan
sobre los párpados, aletudo, colón; de diversos tamaños y variedades; que
navega sobre los lechos de los ríos chupando las piedras con una bocota en
forma de aspiradora redonda que le cubre toda la quijada. La cucha de río tiene
espinas muy agudas, pero es un pescado que deleita el paladar de los ribereños.
En los acuarios del mundo lo usan para que asee los vidrios con su ventosa; en
algunas partes lo llaman limpiavidrios―; con mi Cucha, una mujer bajita, de
ojos claros, piel de durazno, cabello lacio y rubio, nariz larga y voz
absolutamente femenina, maneras dulces, educada en el respeto y las buenas
maneras, me unieron en el pasado, antes de entrar en amores, amistad desde las
épocas del colegio. Luego, pasados los años, recorridos muchos caminos, me la
encontré y nos flechamos. A los tres días decidimos continuar amándonos y en
esas llevamos más de treinta años. No nos equivocamos, aunque nos perdonamos
muchas cosas, lo que nos ha permitido vivir pegados, el uno al otro, como
lapas, como cuchas de acuario, como seres cuyo cuerpo se acopla el uno al otro
en forma de ventosa humana. De allí el nombre de La Cucha. Valga decir, aunque
en muchas latitudes cucha significa vieja, puta, mujer, cama, mi Cucha es mi
amor. Y esto es mucho decir, o poco expresar, pues como vengo comentando, amor
es algo tan complejo pero a la vez tan simple que, con mil definiciones, una,
quizás lo dilucide: ¡entrega!
Si fuese verdad
que hubiese cáncer, si un padecimiento grave la aquejase, si, ella, que es la
más contemplada de las mujeres, se enfermase de veras, ¿cómo actuaría yo?; o
más bien, si el enfermo fuese yo, esta Cucha, estoy seguro, se entregaría en
cuerpo y alma a mí, a cuidarme, a soportarme, a pechicharme, a darme los
remedios, los menjurjes. No descansaría, no cerraría sus ojos, no se despegaría
de mí. Pues en consonancia, yo haré lo mismo.
No lo tomo
como una obligación espejo, como que si ante el acto de ella darme su todo, yo
tuviese el compromiso de devolverle con la misma moneda. ¡No! Es que me nace
amarla, y esto que escribo, este sentarme frente a mi alma, a mi corazón, me
conduce a esa palabreja de marras: amor, como explicación verbal de lo que
siento y quiero: amarla, protegerla, cuidarla, acariciarla, hablarle con
suavidad ―sin que note mi cambio, pues mi fuerte carácter no conduce mucha
veces a la dulzura―, tirarle una manta delgada cuando se acuesta en el sofá a
‘dormir’ televisión, pues el programa de noticias que yo veo, en ese momento,
no le atrae mucho.
Noto, con
preocupación, pero no le digo nada, nada de nada, que tiene más sueño, más
ganas de dormir, de hacer siesta: ¿la enfermedad, o simplemente el paso de los
años, la puta vejez?
Amor, qué
difícil palabra, y qué palabra tan trillada. Yo te amo, se le dice al hijo, a
la nieta, a la madre, a la novia, al amante, al compañero pasajero que se va
como pluma al viento, a La Patria, a La Ciencia, a La Naturaleza…
Amor, con La
Cucha, por supuesto, claro que sí, sin duda alguna. Bajita, fresca como el agua
de una quebrada de montaña, cara de pera con las mismas pecas que tienen las
peras de Nuevo Colón (Boyacá), labios delgados como si dos hojas se hubiesen
juntado, narizona (tengo una fascinación extraña por las mujeres de nariz
larga, a pesar de que mi mamá, bella mujer como lo atestiguan mis amigos del
colegio, mi mamá era ñata), senos pequeños pero firmes, muy bonitos senos,
preciosos y deliciosos, nalgona, buenas nalgas.
Tuvimos sexo
maravilloso, y hablo en pasado porque hemos ido morigerando esta pasión, pasión
que atraviesa mi conciencia con la frecuencia del sonido, el martillo de la
vida, la carne de los huesos, el tejido de los canastos, los granos gruesos de
la tierra, el contenido de mi esencia: ¡el sexo es mi tercera fuerza! La
primera, mi cuerpo, mi carne, mis músculos, mi estirpe animal, mi origen
terrenal, mi ancestro. La segunda, mi conciencia, mis ideas, el líquido mágico,
traslúcido, etéreo, inaprensible que es el espíritu, lo que llaman el alma ―no
creo que ésta provenga de dios alguno, ni de ser superior, ni de parte distinta
a la de mis neuronas (casi cien mil millones); valga recordar un tipo de gusano
nematodo que posee sólo 302 neuronas, y la mosca de la fruta, con unas 300.000,
que bastan para exhibir conductas complejas; ese gusano, esa mosca tienen su
propia alma, aquel de 302 partes, esta de trescientas mil, y yo de cien mil
millones y pico―.
La tercera
potencia, que comparto espléndida y mágicamente con millares de seres vivos, es
la sexual, la que más me acerca a dios, pues es tan gloriosa que creo que dios
es sexo puro, esencia de sexo, aroma sexual. En éste Dios sí creo, sin
arrepentimiento, ni vergüenza, ni dolor, ni angustia, ni sufrimiento: éste es
mi verdadero Dios, para asombro de muchos y horror de millares.
Estoy
desviándome, un poco, del tema cuchezco (reafirmando, con la fuerza de la
palabra escrita, y la lucidez del cerebro, de esto que nos hace humanos;
remachando acerca de la maravilla de la sexualidad, la sexualidad oculta, la
personal, la íntima, pero también la explícita, la de la letra impresa, la del
cinema, la voluptuosa, la de las imágenes retorcidas que en la mollera se
desatan cuando se está con la amada o se sueña con ella).
Nuestra
condición animal es tan extraordinaria y apasionante que hay que exaltarla.
Llevamos diez mil años negándola, ocultándola, rechazándola. ¡Qué maravilloso
redescubrimiento, que nueva América, reconocer nuestra circunstancia esencial:
animal que piensa! De allí mi arrobamiento ante el sexo, pues si hay algo que
llevó a las especies a perpetuarse, diferenciarse, evolucionar hasta producir
nuestra actual diversidad genética y multifacética en este planeta, es el de la
selección a través del sexo. El noventa y nueve por ciento de las criaturas
multicelulares en la Tierra se reproducen de esta manera. ¡Hay que construirle,
al sexo, un monumento intelectual!
Pasión
amorosa con La Cucha. Pasión desenfrenada, grata, tranquila y audaz, fuerte y
suave, vibrante y serena, pero pasión. ¡Qué esplendorosa experiencia carnal!
La Cucha y
yo construimos la pareja que hoy somos. Y fue primero pasión y sangre y luego
sueños, planes, ilusiones, ladrillos, tejas, barro, cimientos, edificios,
luces, sombras, trabajo, sol, nubes, cielos, hijos, jugos, arroz, frituras,
pericos australianos, curíes, perros, vestidos, carros, éxitos, viajes, playas,
cocoteros y andenes, fracasos, dolores, felicidades. Hemos sido todo, mucho y
poco; regazo ella para mis tareas, cariño con mis hijos, con mis sobrinos, con
mi madre, con mi familia.
Amanece. La
veo dormida. Es cuando más bella está pues todos sus rasgos se le suavizan, se
le apaciguan, se dulcifican. No quiere esto decir que al abrir las luces azules
de sus ojos, desperezarse y estar alerta, su cuerpo se intranquilice. No.
Simplemente que me encanta verla dormida, quieta, con esa serenidad que trae el
buen sueño.
Mi pobre
Cucha tuvo que ser operada de un hombro. Le sacaron el húmero, lo tiraron a los
perros; le excavaron el hombro, le colocaron una prótesis de titanio que,
pasados dos años, se le infectó. Mi pobre Cucha ha sufrido terribles dolores,
inflamaciones, postoperatorios severos. Pobre Cucha. De médico en médico, de
terapia en terapia. Casi tres años en estas.
No sé si la
operación, que la ha incapacitado tanto, sin que el médico advirtiese
categóricamente las consecuencias inhabilitantes de semejante carnicería; no sé
si el dormir tanto, fragilizarse como ha devenido, sentirse tan impotente, es
consecuencia de la operación, o… ¡del posible cáncer! Arrancar un hombro,
eliminar un húmero, cortar nervios, piel, tejido, huesos, músculos, rehacer el
engendro: esto es una carnicería, una escabechina del brazo diestro. Mi Cucha
quedó casi media, disminuida mucho, inactiva durante meses. Me duele mi Cucha.
Y lo peor:
tienen que hacerle una nueva operación para colocarle la prótesis definitiva.
Regreso,
entonces, al sueño, y a su despertar. Desayunamos juntos, ella en piyama, yo en
bata, pues en las noches uso sólo calzoncillos; una piyama me haría sentir
amarrado, con camisa de fuerza. Esa hora de la mañana, oyendo los pájaros,
viendo el verdor del jardín y el bosque que crece frenético, nos lleva a la
conversación de lo soñado, o de la película que medio vimos, medio dormimos, a
la planeación del día: voy a Cachipay, subo a Bogotá, salgo a Villeta; tengo
que ir a Funza, viene Natalia; en estos días sólo escribiré, y escribiré.
Al baño, a
asearnos, a limpiar las carnes, a trabajar. Almorzamos juntos. En las noches,
la cena se acompaña inevitablemente con las noticias de la tv, las comentamos,
discutimos.
La Cucha es
conservadora; aquí, en Colombia, decimos que es ‘uribista’; le gusta la
autoridad, le choca el desorden, rechaza el engaño cundiboyacense del
presidente Santos, elegido con un respaldo y transitando por un camino distinto
al de sus compromisos. Yo soy de izquierda, un espécimen liberal―anarquista, un
crítico absoluto de la derecha latinoamericana y a su vez censor de nuestra
simpática y rara izquierda: populista, ineficaz, perezosa, monoteísta (tiene dogmas
que son dioses, erige mesías), inflexible, divisionista, ilógica. Nuestras
conversaciones políticas terminan siempre en un desencuentro pero no en una
pelea, y esto me parece maravilloso. De resto, los demás temas de la vida
diaria los resolvemos en común, y terminan o en una conciliación o en
concederle la razón al otro. Claro que este grado de civilización, esta
perfección social, la describo con algo de artificio pues los asuntos de las
parejas no dejan de tener sus altibajos, sus encontronazos, sus debilidades,
sus enfrentamientos, sus silencios, sus frustraciones, sus desengaños. Pero en
lo básico, La Cucha y yo andamos hace más de tres décadas y creo, que
seguiremos juntos hasta la muerte. ¿Buena selección, mala decisión?, eso se lo
dejo al tiempo.
En su
conservadurismo, en el corazón de La Cucha el temor al futuro y a la aventura
está sembrado con fuego. Sin embargo, y he ahí su entrega, me ha seguido por
los senderos más extraños y los caminos más locos: el más loco de todos es
este, el de sentarme, con enormes dificultades económicas, a escribir, a leer,
a publicar. Y lo hace porque cree en mí, porque me ama, porque me acompaña, me
sigue, casi que me persigue.
≠≠≠≠≠
Ya sabemos,
gracias a la cita número ciento catorce con uno de tantos médicos, que no
existe riesgo alguno de cáncer. La Cucha ha pasado en los últimos años por
innumerables doctores para diversas dolencias, ninguna grave, algunas
preocupantes, pero, por fortuna, nada terrible.
Sabido que
el enemigo no existe, ella se aquieta. ¡Qué bueno!
Sus
intereses no son los mismos míos, le gusta la música contemporánea, algunas
telebobelas, los libros de Agatha Christie, lo que narra la Allende, los conos
de Mimos, Crepes & Waffles, las pashminas, los viajes, el facebook, dormir,
y, lo más importante, acompañarme y estar conmigo.
He ahí la
clave de todo este embrollo: ¡me acompaña!
Aquí reside
el meollo del asunto: ¡me acompaña!
Nos hemos
vuelto uno, dependemos, desde distintas ópticas, del otro. Unas horas sin
sentir sus aleteos, y me preocupa. Aunque la comparación puede sonar fea, su
ausencia es como la falta que le hace a uno la mascota. Ojo, no es que La Cucha
sea, para mí, lo advierto y afirmo categóricamente, eso; no es mi amuleto, no
es mi fetiche con collar; ¡No! Es mi más―cota, mi mayor elevación afectiva, mi
mejor logro, mi amiga del alma con la que he tenido la dicha de revolcarme en
el mar, en las arenas de una isla, en hoteles, moteles, pensiones, fondas y
vehículos. La Cucha me ha engrandecido al enseñarme lo que es la entrega al
otro, la generosidad tacaña de querer al amante de manera tan apasionada que se
vuelve egoísta, porque, curiosidad enorme, el amor es
egoísta al convertir la compañía del otro en un acto de posesión exclusiva. ¡Es
un egoísmo generoso!
No quiero
convertir este escrito en un relato de nuestras vidas en común, sino plasmar
aquí que La Cucha es, junto a mis hijos, el triunfo completo del amor.
Y decirle a
quien me lea, que miles de veces uno clausura las aberturas de su cráneo, todo
se vuelve mecánico, insustancial, cotidiano, repetitivo, y:
¡COMO ESTÁ AHÍ NI TE DAS CUENTA!
2016
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