UN CAFÉ CON DRÁCULA
El portón medioeval, solemne
y bruñido, se abrió sin que yo alcanzase a tocar la enorme campana. Lo vi. Se
levantó de su sillón. Extendió su enorme capa, color obispo. No caminaba,
levitaba ingrávido a unos diez centímetros del suelo. Una sonrisa, de oreja a
oreja, dejaba entrever magníficos dientes. Dos colmillos aparecían, apenas
cubiertos por su labio superior, en el que un bigote cuidado dejaba entrever
algunas canas incipientes.
Drácula, el Conde
Drácula, me miró con una fijeza impertinente que provocaba desasosiego. Me
invitó a seguirle. Nos sentamos en la mesa de roble: una bella mesa, de madera
gruesa, tallada a la manera antigua. El recinto, húmedo y gélido, en una rara combinación
de riqueza y ascetismo, provocaba turbación.
Mientras el Conde, sobre
quien había leído extrañas historias, pedía un café a una criada vestida toda
de negro pero adornada con una cofia púrpura, yo me preguntaba: ¿qué hago aquí?
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Me obsesionaba
Drácula: sus aventuras, el séquito de campesinos que le secundaban, los
rarísimos métodos de los que se valía para enriquecerse, las desapariciones
nocturnas de jovencitas misteriosamente evaporadas de sus camas, el crecimiento
de sus fundos y el aumento del territorio bajo su mando, las noticias de que un
grupo de zíngaros se reunía con él, en las noches de luna
llena, para decidir sobre el destino de miles de seres sometidos a sus
designios, la aparente paz que, por pavor, reinaba en sus dominios, sus viajes
inauditos al extranjero para dar conferencias sobre la Nueva cultura de las sombras y las Bebidas de frutos rojos, y,
sobre todo, el que se le hubiese perseguido por siglos de siglos y siguiese
vivo. ¿Existiría tal personaje? ¿Las leyes naturales se transgredían al tener
entre los humanos una criatura eterna? ¿Sería posible, para evitar más daño a
las gentes, hablar con él, llegar a un acuerdo? ¿Abandonaría sus edificios y
sus cuevas para que mi Gobierno Provincial pudiese extender el imperio de
nuestras leyes en las breñas, praderas y veredas dominadas por Drácula y su
corte?
Dos años antes de
este encuentro, me habían encargado de la conducción de la Provincia.
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Mis acompañantes
fueron invitados a ocupar, junto a los camaradas de Drácula, el resto de los
sillones. La mesa era tan grande que cupimos sesenta personas cómodamente
sentadas. El Conde y yo recibimos un café tinto, servido en unas tazas de oro y
plata con arabescos de tonalidades violeta. El resto de personas tomaron, en
copas elegantes de cristal de Transilvania, un líquido bermellón parecido al
vino pero que humeaba como si hubiese sido hervido.
Nadie hablaba. El
salón, intimidante, recibía rayos laterales del sol. Todos los asistentes
fijaron sus ojos en Drácula y en mí. Esperaban nuestras palabras, querían
oírnos.
―Señor Gobernante Provincial,
he recibido de sus emisarios autorizados
sus mensajes encriptados, he entendido que sus palabras al viento son vana
espuma, que sus discursos ante el senado son meras mentiras, que usted busca un
acercamiento real. ¡Le escuchamos!
―Conde Drácula,
venimos aquí a conocer sus territorios, a buscar, por medio de la lengua y no
de los fusiles, que lleguemos a un entendimiento. Nos proponemos dejar de
perseguirlos a ustedes, los hombres de las sombras. Queremos que ustedes
renuncien a dominar a los vecinos, que no los transmuten en zombis, que no los sigan
mordiendo en el cuello; que no sigan convirtiendo a los habitantes de estas
regiones en moradores del limbo, en huéspedes eternos de los campos de
concentración; que no los transformen en almas en pena, o en íncubos y súcubos
con cachos, o en bebedores de plasma de niña adolescente. Usted y yo sabemos
que las gentes de los extramuros de la Provincia, los que pueblan estas tierras
suyas, tienen un miedo, un temor, un cansancio, un drama, una
fatiga, una tragedia diaria: ¡la de la sangre!
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Cuando cavilo, a
solas, en mi oficina, me hago la misma pregunta, una y otra vez: ¿qué hace de
nosotros, los habitantes de esta Provincia, seres con tal adoración hacia la
muerte, hacia la violencia, hacia la trampa, hacia el engaño, hacia la
avivatada? ¿Por qué nuestro vecindario, los ciudadanos de otras Provincias, seres
muy parecidos a nosotros por origen racial y colonial, no sufren de tal
atracción hacia la barbarie? Y, sin dudarlo, una y otra vez, regreso a la misma
conclusión:
¡Porque
aquí habita el Conde Drácula!
Eso
es así, es una deducción contundente, un aserto preciso.
A la misma conclusión
deben haber llegado mis antecesores: ¡la causa de los males es la presencia de
Vlad Tepes, el Empalador!
Y, porque no pensarlo
también: ¿seremos nosotros los empaladores? Pues tal cosa nos ha mandado a decir
el Conde Drácula: ¡la culpa de este desangre es de ustedes! ¡Nosotros, y yo en
particular (Vlad Dräculea), lo único que hemos hecho, es responder a la
barbarie con barbarie, a la violencia con violencia, al despojo con el despojo!
En mi condición de
Gobernante Provincial, concibo yo, que los códigos, las leyes, las costumbres,
lo que forja al hombre, hombre, y le permite vivir en sociedad se transfiguró
en una norma aberrante: ¡Ojo por ojo, diente por diente!
Explicado de otra
forma, obedecemos al blutrache, según
me escribió el Conde. Aterrado, yo, con este término tan extraño, averigüe por
ello y me explicaron que es la venganza
de sangre: ‘cuando alguien muere o es dañado por algún individuo, los
familiares o amigos de la víctima pueden devolver la agresión, de manera que
quedan exentos de culpa si matan o dañan a aquel que mató o dañó a su familiar’.
Ley del Talión,
Blutrache, Retaliación, Venganza, Sangre por Sangre, Inquisición, Guerra a
Muerte, Desquite, así venimos viviendo, mejor decir muriendo, desde hace
doscientos años, sin pausa ni reposo, bañados en el bautismo de la barbarie. La
reconciliación es para nosotros, los del Conde y los míos, un imposible, una
quimera, ‘un edificar en el viento y un arar en el mar’.
**********
―Recibidas sus cartas,
Señor Gobernante Provincial ―dijo Drácula―, y tras muchos intentos similares
para encontrar la unión de nuestros caminos, entiendo que usted nos invita a
renunciar a transitar de noche protegidos por las sombras de árboles y nubes
oscuras para atraer a nuestra cauda jovencitos y doncellas; usted pretende que dejemos
de hincar nuestros colmillos en los pescuezos de crápulas y enemigos; sugiere destruir
las alambradas de púa que encierra a prisioneros; abandonar negocios turbios
que intoxican al planeta; desistir de zombiar agricultores; cesar de sembrar
puyas envenenadas y barriletes de pólvora.
―Si de parte suya,
Señor Gobernante Provincial, se dan concesiones sustanciosas a nuestras
huestes, podríamos intentar llegar a un acuerdo.
―Sin embargo
―continuó el Conde―, una gran duda me asalta (excúseme la palabra tan gráfica
que uso), y también preocupa a mis jenízaros: ¿ustedes cumplirán con su parte?
―En mi calidad de
Jefe Provincial, elegido para regir los destinos del territorio, aunque he
dicho públicamente cosas distintas a las que hoy expreso a usted y he agitado
banderas diferentes ante mis conciudadanos, por lo que me han llamado el Nuevo
Judas, el Gran Pinocho, me comprometo a cumplir a rajatabla lo que pactemos. No
importa el costo, no me preocupan las confusiones y enredos que se generen, me
interesa sobre todo el que cese el chupacabrismo.
―Pactemos, desarrollemos
un acuerdo amplio, generoso; castiguemos a quien haya que castigar, igualemos a
todos con el mismo rasero, y, le aseguro, que usted, respetado Conde Drácula,
podrá salir a la luz del día sin sentir escozor ni piquiña alguna. Sus intocables evitarán la oscuridad y
aparecerán en calles y ciudades, protegidos de todo mal. Llevamos tantas
centurias de dolor y desangre, que le propongo jugar a la Paz.
**********
Intrigado, le
pregunté al Conde cuántos años tenía, y por qué se había convertido en Drácula.
Me miró, de nuevo, con una fijeza aturdidora. Una raya horizontal cubrió su
boca, y asomaron, dos filudos colmillos que intentó ocultar con un movimiento
de los labios. Se hizo, por supuesto, un silencio prolongado y tan denso que
parecía natilla.
El Conde Drácula,
Vlad Dräculea, Vlad Tepes, El Empalador, enterró sus uñas en la mesa, sus ojos
se cubrieron de una nube tempestuosa carmesí, el sillón donde estaba sentado
traqueó, y yo sentí el mayor miedo de mi vida: ¿se lanzaría sobre mi cuello, me
destrozaría, me desangraría?
De repente, todo él
cambio, se serenó y contó su historia:
―Corría el año 1456.
Mi padre me había entregado a los otomanos como rehén. Regresé a mi país, y
combatiendo, me convertí en Príncipe de Transilvania y de Valaquia. Cristiano
ortodoxo me convertí pronto al catolicismo. Me dediqué a perseguir impíos,
proteger a los pobres, impedir robos, mentiras y adulterios, cuidar de mi
patria. Húngaros y turcos, rumanos y búlgaros, así como colonos alemanes
querían oprimir a Valaquia, igual que los boyardos (aristócratas locales)
deseaban también, avasallar a mi pueblo. Mi ejército, pequeño pero bien
entrenado y valiente, usó de la guerra de guerrillas, del sistema de tierra
quemada, y del terror para lograr nuestras victorias. Impuse el método del
empalamiento, cortar manos y pies, encerrar prisioneros en calabozos cegados, envenenar
a los nobles que se me oponían, el estrangulamiento, la hoguera, la castración,
el desollamiento, enviar enfermos de tifo a los campamentos enemigos, en fin,
secuestré, encerré, bombardeé, aterroricé a mis enemigos, quienes no podían
vencerme.
―Una noche, pasados
quince años de mi reinado, entró a mi habitación una sombra cuyos bordes
resplandecían: era Satanás, Belcebú en persona. Se me acercó y me habló en
valaquio, diciéndome que si le entregaba el alma y la de mis secuaces, tendría
vida eterna y reinado perenne. Le pedí un día para pensarlo. Acepté. Entonces
se sentó en mi lecho, me obligó a abrir la boca y tocó con su lengua violeta
mis cuatro caninos. Me condenó a vivir chupando sangre del cuello de doncellas
y muchachos y a existir como un inmortal aunque seguiría envejeciendo. Si
sentía debilidad bastaba con medio litro de plasma para sentirme poderoso. Me
dio una potestad especial: a voluntad podía vampirizar a alguien, y a voluntad
desvampirizarlo. Sólo yo, Vlad Dräculea, tengo semejante atributo.
―Pasaron varios
siglos, múltiples guerras que es el oficio más antiguo del hombre, más viejo, incluso
que el puterío. Participé en varias batallas, bien como humano, bien como
espectro. Reemplacé el servicio al pueblo y la defensa de la nación por la fascinación
con la muerte y la violencia. El Leviatán, esa noche en la que me transformó en
un ser eterno, me entregó varias clases de semillas que sembradas, producían
alucinógenos muy potentes. La psicodelia, los ‘viajes’, las fantasías más
estrambóticas se producen con la maceración y procesamiento de estas plantas.
Cultivarlas, comerciarlas, protegerlas se convirtió en una de las tareas de
nuestra gente. Pero, infortunadamente, en Valaquia no progresaban las tales
semillas, por lo que decidimos, el Estado Mayor Central y yo, trasladarnos con
todos nuestros jenízaros, familias y zíngaros, a esta región donde nunca hay
nieve, ni otoño, ni fríos extremos. Aquí progresaron las plantas. Entonces
sembramos mares de ellas, desplegamos una labor tremenda arrasando bosques y
cubriendo colinas y colinas con nuestras alucinarias. Y, por supuesto, a quien
no le gustaba nuestra presencia simplemente lo vampirizábamos, o mediante el
terror ―en el que usted sabe, soy un experto― aplacábamos cualquier protesta.
Sé mi desgracia: ¡pase de servir a los humildes, a servirme de ellos!
―Esta, Señor Gobernante
Provincial, es, resumida, mi historia.
―Y, adelantándome a
su pregunta, mi gente y yo, bajo mi voluntad absoluta, podríamos dejar todos
estos oficios que le describo, pero… con una condición: ¡que usted y su
gobierno cesen de perseguirnos, y nos den la oportunidad de integrarnos a la
vida corriente de la Provincia!
**********
«Habíamos venido a
esto, a pactar, a deponer nuestros enfrentamientos, a zanjar nuestras
diferencias, no bajo el imperio del draculismo, sino bajo la supremacía de
nuestras propias normas», pensaba yo.
«Me asaltaban miles
de dudas, incertidumbres por montón, pero sobre todo una: ¿Drácula podría dejar
de ser Drácula? Y, de nuestra parte, las aberraciones cometidas durante siglos
contra los humildes, contra los siervos de la tierra, los parias, los de las
manos callosas, los sin nombre y sin historia, perversiones perpetradas por mi
gente, ya no la del Conde, sino la del Gobierno Provincial, ¿habría cómo
pararlas? ¿Dejaríamos nosotros de ser Judas, de traicionar y engañar? Como la
fuerza de la costumbre es tan tenaz como el turbión de una cascada, ¿sería
posible tan profundo cambio?», me decía a mí mismo.
―Conde, le dije,
tomémonos este café tinto y arranquemos: ¡en el camino se arreglan las cargas!
Y entonces un
brillante nadaista y treinta delegados del Estado Mayor Central escribieron un
mamotreto de 300 páginas, repleto de intenciones, propuestas e ilusiones, y
pactaron la Paz.
MAURICIO
JARAMILLO LONDOÑO SEPT.
DEL 2016
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