SI pero NO

SI pero NO

Frente a un texto de Sábato, Antes del fin, escrito en 1998, doce años antes de morir ―falleció con noventa y nueve calendarios a cuesta―, anonadado yo de emoción, creo poder fundir en palabras, dos elementos, uno casi privado: la presencia de mi tía Rosita en mi vida, y otro de relevancia pública como es el Acuerdo de Paz con las Farc.
Ernesto Sábato Ferrari, de apellidos italiano y albanés, recorrió en su larguísima existencia el marxismo―leninismo, las ciencias físicas y matemáticas, la militancia comunista, el surrealismo, la anarquía, el nihilismo, el existencialismo, el cristianismo y un espíritu libertario pesimista e irreverente.
En este libro, Antes del fin, el escritor argentino abre los arcones de su viejo corazón, la lucidez irreverente de su mente iconoclasta y el terrible dolor que le produce “la pérdida de humanidad del hombre”. Tiene compasión por el futuro de la especie. El dolor de su alma es inmenso frente a familiares idos para siempre, y sus recuerdos se mezclan con el amor por sus hijos, su esposa y sus amigos.
Escribo, entonces, con amor, a Rosita lo siguiente.
Mi tía Rosita ―hablamos ayer con ella―, se siente sin ánimos. Acaba de cumplir noventa y cuatro años. Es, junto a mi tío Josefe, la última amarra a mi pasado, a mi niñez, a mi infancia inconsciente. Estoy seguro que con cuatro meses de nacido, en brazos de mi mamá, recién venido de Manizales a Bogotá, Rosita debió acercarse a mi cuna, tocar mi cabecita, agacharse y besarme pues es de su naturaleza actuar siempre como madre.
No concibo mis quince primeros años de existencia sin la presencia amorosa, paciente, cálida, tranquila de mi tía Rosita. Amiga de mi mamá, en costureros, comidas, fines de semana, vacaciones de medio y fin de año, en misa de gallo, y en navidades inolvidables, mi tía gravitaba en las reuniones familiares, alegre, sonriente, feliz, con una serenidad encantada.
Con el paso de los años escogí mi destino y desaparecí por décadas de la vida familiar. Volvía, de vez en cuando, a reunirme con mi tío Hernán, y por supuesto con mi tía Rosita ―su esposa―, y con mis primos. Nunca, nunca, óigase bien, recibí un reproche, una observación desafinada, un desplante de parte de mi familia, y mucho menos, naturalmente, de parte de quien ha sido el centro gravitacional de la familia Jaramillo Ocampo: mi tía Rosita. Todo lo contrario: encontré en ella siempre, siempre, la pregunta por los hijos, el inquirir por mi nieta, por la salud de Claudia, por el bienestar de mi hermano Armando, por el discurrir de mi vida.
Reunirse con Rosita, una señora, un ama de casa, una mujer cristiana que crió siete hijos, como criando palomas, torcazas y liebres libres y felices, es, para mí, llegar a una especie de laguna transparente, tibia, sabia, sosegada. Me recuerda tanto a mi madre, a mi mamá, a mi vieja, a las manos cálidas, al hablar quedo al oído, de la mujer que lo acunó a uno; a la vejez inteligente y perspicaz de aquellas que, con la experiencia y la intuición penetrante que da el paso de los años, son lo máximo de nuestra especie: los viejos.
Amo tres clases de humanos por sobre todas las cosas: los campesinos, los niños y los viejos.
Y a Rosita, a mi tía Rosita, le declaro mi apego, mi felicidad cuando, al almuerzo, la veo opinar con lucidez sobre lo divino y humano, o en la tarde cuando la oigo tocar piano, o la observo leer en una tableta, o comentar la conversación sostenida con Juan Esteban Constaín. Le declaro que la necesito, que es ancla para mi existencia, y tranquilidad para mi vida.
Pero sé, naturalmente, que el desánimo obedece a lo que ella llama: “mijito, esta máquina se tiene que haber desgastado mucho”.
Si regalando todas mis palabras lograse que se aceitase de nuevo el engranaje, si dando todos mis sueños consiguiese el seguir recibiendo su hospitalidad generosísima, haría un bulto de frases y fantasías para que su lucidez repleta de semillas de ternura, su afecto que sin quejas ni reclamos ni sombras ni oscuridades siempre nos ha entregado, siguiese aquí, llenando nuestras efímeras vidas de algo indefinible: ¡de amor!
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Aquí viene, entonces, con el terrible dolor que produce “la pérdida de humanidad del hombre”, mi nota sobre el Acuerdo de Paz:
A sabiendas de que estamos pactando con las tenebrosas guerrillas farianas ―inhumanas hasta los tuétanos―, y resignados a que la Paz la conduzca la elite que ensangrentó a Colombia, primero a nombre del Vaticano, luego la que con banderías rojas y azules mató la libertad, y la que al final decapitó a motosierra al campesinado para entronizar el terror de la parapolítica, tomé la resolución de ―hace muchos meses, años diría yo― votar SI en el referendo o en el tal plebiscito, por algo tan elemental como que, al privar de las armas a las tenebrosas Farc, podremos intentar quitarle, por fin, la careta a los corruptos y entronizar la justicia, la libertad y la felicidad para los humildes, pues los que no lo son ―un puñado― disfrutan desde la antigüedad de esos valores, sin importarles que sólo ellos, la minoría, los hayan tenido por siempre.
Pero NO quiero que “la libertad de los lobos sea la muerte para los corderos”, ni quiero, NO, que los colombianos sigan siendo “aquellos que saben bien que ellos no cuentan en la historia”.
“Tal vez en Colombia no se trata ya de volver a una normalidad perdida sino de inventar por fin una normalidad desconocida.” William Ospina


MAURICIO JARAMILLO LONDOÑO                        AGOSTO DEL 2016

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