MI HERMANO Y EL VUDÚ

Mi tío y mi hermano viven muy cerca. El primero habita una preciosa finca cafetera que, extrañamente, se llama Los Mandarinos, y mi hermano Armando tiene una granja espectacular llamada Providencia.
Los cafetales de Josefe, mi tío, son bellos pues él se levanta, todas las mañanas, a brillar las hojas de cada planta, para lo cual usa una bayetilla roja y un líquido misterioso que le preparan en el pueblo. Últimamente, ante las dificultades de la economía cafetera, golpeada por la escasez de mano de obra y las innumerables plagas de este monocultivo, Josefe decidió sembrar plátano y banano en medio de los cafetales.
Mi tío vive en la finca, prepara a las cinco y media de la mañana su primer tinto, desayuna arepa ―amasada por él mismo―, huevo y chocolate. Habla con el mayordomo muy temprano para organizar las diversas labores, entre las que se incluye los más extraordinarios cuidados para la nueva plantación de musáceas. Hace una siesta de una hora pues el desayuno merece un sustancial reposo.
Trabaja un rato en su computador, sale a Chinchiná a comprar insumos agrícolas y viandas, regresa a almorzar y, de nuevo, una larga siesta.
Llama a sus parientes, a sus amigos. Analiza la situación nacional, sube a una cita médica ―una cada quince días, mínimo―, compra las drogas que algunos de los varios doctores que lo tratan prescribe ―anda con un bolso de cuero repleto de remedios―, y, de regreso de Manizales, con su camioneta, brillante, pulida, perfecta, cuidada hasta en el más mínimo detalle, enrumba sus pasos hacia Providencia.
Rodeada de jardines soberbios, cuidados por las manos diligentes de Nancy (ella cultiva los más hermosos San Joaquines o Hibiscos), mi hermano tiene su casa, bonita, blanca, situada en una colina. El panorama que se observa desde allí no puede ser más llamativo: cuatro o cinco mil hectáreas sembradas con cafetales, guaduales, frutales, arboledas, innumerables casas campesinas, pueblos caldenses que se ubican en las cuchillas de la Cordillera Central, en fin, un paisaje fantástico, luminoso, verde, de cielo y sol.
Envueltos por semejante esplendor, viven Armando y su esposa en su pequeña finca. Naturalmente no necesitan ser dueños de nada más, pues son propietarios excepcionales del paisaje cafetero, declarado Patrimonio de la Humanidad por la Unesco. Allí, a este hogar, llega mi tío en la tarde, a ver caer el sol que se oculta tras las cordilleras salvajes del Chocó, y a contemplar tal cual tormenta tropical que se desata en el lejanísimo océano Pacífico.
Armando, Nancy y Josefe llevan seis años jugando cartas ―únicamente Telefunken, juego inventado y transformado por ellos con las más innumerables e insólitas reglas―. Josefe no gusta del póker, ni del parqués, ni del lulo, ni de las damas chinas, ni del ajedrez: únicamente Telefunken, pasatiempo que impone a todos nosotros, pues, Josefe, siendo nuestro tío, tanto por edad ―tiene setenta y cinco años―, como por autoridad, coloca las condiciones. Nadie se molesta, porque darle gusto al único tío que nos queda, y retozar con el entretenido Telefunken, es genial.
¿Cuántas veces habrá dormido Josefe en la finca de mi hermano, cuántos desayunos o comidas, cuántas noches de jugarreta con Telefunken? ¡Innumerables!
Pero, para Nancy y Armando, la compañía del tío es vital. Y para Josefe ellos son los que lo rescatan de la soledad. Ambas partes se convirtieron en una unidad indisoluble, vivificante, se fundieron en una amistad tan profunda, que ninguno puede vivir sin el otro.
Armando y Josefe son uña y mugre, amigos verídicos, leales y virtuosos. Discuten, alegan, disienten, pero siempre, gracias a la portentosa fuerza del amor familiar y a su sobresaliente inteligencia, nunca pelean, ni altercan. ¡Ambos son la bondad en pasta!
Viven en dos predios distintos, en la vereda de La Plata, que aunque no produzca plata posee uno de los paisajes y climas más increíbles de Colombia. Es una tierra tan llena de bendiciones, que mi tío sostiene que si uno entierra un dedo de la mano en el suelo rápidamente le salen raíces, y que, excavando, unos campesinos encontraron, en la década de los noventa, las costillas de Adán y Eva, pues esta tierra es El Paraíso. Viven a cinco minutos en carro, uno del otro. Si no están juntos, se llaman dos o tres veces en el día. Se invitan, se hacen favores, recogen el queso campesino del otro, o llevan la Coca Cola ―que Josefe toma sagradamente, pues la considera bebida de dioses―, o el vino de caja que mi hermano toma dos o tres veces por semana.
Josefe es uribista furibundo. Armando odia a Uribe. Se trenzan en discusiones eternas sobre el gobierno del expresidente, hasta que fatigados, exhaustos, tendidos en la lona, suspenden la interminable controversia, y juegan tranquilos Telefunken. Hablan del clima, de la lluvia que extrañamente no ha aparecido en los últimos quince días ―en esa vereda caen al año 2.200 milímetros perfectamente repartidos en los doce meses del año―; de la sequía en la Costa, del golpe de estado en Turquía, del alcalde de Palestina, Caldas, municipio al cual pertenece la vereda de La Plata; de la parentela, de la comida del perro, de la familia caleña de Nancy, del viaje a San Andrés, de la visita de La Moña (la esposa de Josefe que está por llegar de Bogotá, donde vive); hablan de lo divino y lo humano, hasta que Josefe, cansado de ofensas contra Uribe compromete a Armando a no tratar ese tema nunca jamás. Se lo prometen. A los ocho días vuelven a enzarzarse en discusiones políticas, e indefectiblemente el expresidente ― “Sangrenegra” para el uno, “El Salvador” para el otro― surge de entre las entrañas de la conversación. Y así, semana tras semana, mes tras mes, han construido la más bella de las obras humanas: ¡una amistad a prueba de todo! No hay preeminencia del uno sobre el otro: simplemente afecto absoluto.
Pero, entonces, ¿a qué viene el título del relato?
Muy sencillo: Josefe decidió, por las más diversas y contradictorias razones, vender su finca e irse a morir 2.600 metros más cerca de las estrellas, a ser enterrado en la gélida Bogotá. Sufre del corazón, de la tensión, del estómago, del dolor de cabeza, de los nervios, de todo, y en el único lugar del planeta donde vive feliz es en Los Mandarinos, en compañía de Armando y Nancy. Pero convencer a un hombre de la cuarta edad, entre los que se cuenta también mi hermano, para que cambie de opinión, es algo improbable e inútil.
Armando, desesperado ante la posible ausencia de su amigo de las entrañas, extraviar al único ser que soporta ver mañana, tarde y noche (fuera de su esposa,  su perro King y los pájaros que revolotean libres por el jardín), mi hermano recibió el peor golpe de la vida: ¡perdería la compañía maravillosa de mi maravilloso tío!
Buscó, en las entrañas, un argumento para impedir la venta de Los Mandarinos, imploró a familiares y conocidos para que hiciesen entrar en razón a Josefe, y dejase la pendejada de vender cafetales y plataneras tan hermosos. Mi tío, terco, trancado en su sinrazón, insistía en el absurdo. Hasta que se hizo la luz en la cabeza de mi hermano:
Prendió el carro, pidió a Nancy que lo acompañara, bajó a Chinchiná ―capital cafetera de Colombia― y se dirigió a la Plaza de Mercado. En un rincón de la misma le vendieron un muñeco, veintisiete alfileres de colores y un frasco con un menjurje de color violeta. Subió a Palestina, se dirigió a La Plata, llamó a Josefe y entró a la casa de Los Mandarinos.
Colgó el muñeco de una viga, le clavó los veintisiete alfileres de colores, esparció sobre el monigote el menjurje y encendió una vela. ¡Y rezó! Un rezo vudú, una plegaria de santería, y escribió sobre la figurilla la palabra: NO SE VENDE.
Les anexo el video, que es increíble.

MAURICIO JARAMILLO LONDOÑO                  JULIO DEL 2016


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