LOS CAMPESINOS DE MI TIERRA


GUERRILLO, PARA Y MILICO.

-Páseme la Punto 50, rapidito, ahí siguen esas ratas. Mírelos cómo se revuelcan en la cañada, allí abajo detrás de los árboles negros. ¿Está ciego Joaquín, no los ve arrastrarse a modo de un güio enorme, muchos, muchos, tantos que parecen hormigas? Deme bastante munición, les voy a romper las vértebras. Hágalo con mucho silencio, con mucho cuidado.

-Calladito hermano, calladito Fernando que nos van a sentir esos malditos, aquí en la cañada; en este zanjón estamos debajo de ellos y nos pueden ametrallar, nos pueden partir; cuidado hace ruido, arrástrese como se le enseñó, cual culebra, lagartija verde, cuidadito va a levantar la porra porque le dan en la pepa.

-Los tenemos rodeados, mi Capitán, no se han dado cuenta, creen que es asunto solo de ellos, van a pelear en corraleja, hombre contra toro, toro contra hombre; la verdad capitán le damos a quiénes, a los guerrillos o a los paras, o a los dos, o dejamos que se desangren, se den machete y chumbimba, luego cuando estén cansados les entramos a ambos, los rematamos, ¿le parece capitán?

-Hay que matarlos, destriparlos, Joaquín -se lo digo pasitico pues pueden oírnos-, requetematarlos, están en nuestras tierras, quieren salir de nosotros a como dé lugar, no voy a permitirlo. Llevamos cuarenta y cinco años aquí, nos tomamos esto a sangre y fuego, lo que estaba vacío lo colonizamos, aquí nacimos, aquí me crió mi mamá, estas ceibas, estos iguás, los helechos verdes, los anturios blancos, son nuestros, aquí jugué con los caballitos de madera, embocholé bolas y potas con mis amigos; estábamos tranquilos, con nuestros terneros, yeguas, comadrejas y cocodrilos; vinieron a sacarnos diciendo que éramos guerrillos, que no obedecíamos las leyes de la república, pero cuales leyes si por aquí la ley es la de Marulanda, ninguna ordenanza conozco distinta; que teníamos que salir a votar por un senador, sabiendo que ese senador es uno de los terratenientes más grandes de la zona, un señor quien siempre está en Bogotá y se acuerda de las gentes del campo únicamente en las elecciones;  me han dicho, debe ser cierto, que en sus fincas los indios comen lavazas en canoas donde salan el ganado, los indios trabajan cual burros y todo el pago es lavaza, algo de ropa, deudas en el comisariato, comisariato que regenta la familia de los Mosquera. No voy a dejar uno solo vivo, mi tierra es mi tierra, Joaquín. A mí me contaron que hace muchos años esto o era de nadie o era de gentes que nunca venían acá; tenían esto en abandono, a ellos los sustituyeron mis papás y sus amigos cuando se asentaron aquí; les dio por sembrar fríjol y maíz, tener ganado, hacer pastos, tumbar monte. Me decían que fue terrible, que nos persiguieron muchos años pues no éramos del partido del gobierno; nos mandaron ejército, chulavitas a oprimirnos, nos lanzaron bombas desde los aviones; como niguas nos escondimos en los pliegues de estas montañas, en cuevas y cascadas, en chozas cubiertas de hojas verdes para que desde el aire no se vieran nuestras cabezas ni nuestros cuerpos; corrimos por las ensenadas de los ríos y las laderas de estos cerros bravos, fuertes, húmedos, hermosos; decidimos desaparecer a manera de sombras como almas en pena, no disparar, ni enfrentar a nadie, solo huir, tapar las huellas de nuestras andanzas con ramas, meternos entre las quebradas de aguas transparentes para que los perros no nos olfatearan, escurrir el bulto; el truco dio resultado, creyeron desplazarnos para siempre, pero nó, aquí estamos, aquí vamos a permanecer. Les voy a dar en el espinazo, les voy a quebrar las costillas, no los voy a dejar subir por la ladera, nó y nó, Joaquín.

-Esto solo para su oído mientras vamos avanzando, Fernando. Tengo que vengar la estirpe propia, Fernando, es la de mi hermana violada,  mis padres descabezados; la vi en el charco ese, charco maloliente, charco negrirojo, costroso, grueso que cubría parte del suelo de cemento de nuestro finca; malditos milicianos organizados para sacarnos de las tierras, llevarse los ganados, robarnos lo que durante muchos años trabajamos, todo porque somos gente que no está del lado de los guerrillos, sino dedicados a cuidar los novillos, a engordarlos, a vacunarlos, a quitarles nuches y garrapatas, a traer buenas vacas blancas, buenos toros morrudos que den crías fuertes. Debo romperles la cabeza, para eso nos armamos, ya que no nos han defendido; nos dejaron solos enfrentando estos monstruos quienes se han ido apoderando del territorio e imponiendo sus leyes. Voy a darles por donde sabemos. Recuerdo las historias que nos contaba el abuelo cuando se vino a estas tierras de nadie. Con tres obreros hicieron un rancho de hojas de palma; despejaron un clarito en el monte para que las alimañas no les hicieran daño y los jaguares no se les lanzaran en la noche, prendían una hoguera enorme alumbrando el bosque, dando a las sombras de los árboles gigantes vida nocturna pues con el viento las ramas del monte parecían moverse como si fuesen avanzando hacia ellos, retrocedían ante la claridad del fuego, volvían y reculaban, así, noche tras noche. Ellos cuatro, mi abuelo y sus obreros desbrozaban el terreno, tumbaban ocobos, marañones, matarratones, almendros,  samanes e higueras; los quemaban cuando ya habían secado los tallos, luego tiraban semillas de pasto y maíz para ir haciendo potreros. Mi abuelo  me contó de una ceiba barril de una abarcadura de doce hombres -imposible de rodear sino con muchos abrazos-; la tumbaron, madera regular útil solo para yesca, que se pudriría rápidamente una vez aserrada, y crecerían en sus raíces, brazos y tronco, ya destruidos por las aguas y la putrefacción, pastos de muy buena calidad alimentados por la savia podrida de este árbol enorme. No voy a dejar uno solo vivo, los despellejaré, tengo incluso ganas de comerme el corazón palpitante del jefe, que me corra la sangre entre los labios y la barbilla, vengando a la familia, Fernando. Criaron a mis padres, a mis tíos, les enviaron al colegio del pueblo, vendían el ganado gordo dos veces al año; todo era tranquilidad pues la violencia sectaria de liberales y conservadores se esfumó como el humo de una hoguera extinta, los baños de barbarie de los partidos azul y rojo se calmaron, se difuminaron en las hojas del bosque, a Dios gracias. Todos íbamos, en las mañanas de los domingos, con los caballos de la hacienda, a misa, a hacer el mercado de la semana o de la quincena. Mi abuelo y mi papá se encontraban con sus amigos en las tiendas del pueblo, se tomaban unas agrias, regresábamos antes del anochecer a la finca. Paz, tranquilidad, alegría. Las vacas mugían al amanecer con las ubres llenas de leche esperando que les soltáramos los terneros amarrados en el atardecer del día anterior, los obreros ordeñaban, tomábamos postrera de la última bajada de la ubre, con la leche grasosa, más alimenticia. Recuerdo muy bien nuestra primera nevera de gas, la llegada de la luz eléctrica, la carretera que se abrió para comunicar la vereda más rápidamente con el pueblo; ya la casa no era un rancho de paja, sino todo un caserón de varios cuartos, techo de zinc, comedor y cocina juntos,  amplios corredores, donde jugábamos los viernes al regreso de los estudios… Voy a reventarles el hígado, asesinarles el alma, destruirles para siempre, aplastarlos, Fernando. Entonces empezaron los  problemas; la guerrilla nacida de la persecución contra los campesinos liberales, creció, se fortaleció, se expandió, le dio, maldita sea,  por meterse a las tierras de otros, crear territorios liberados, un estado dentro del estado, nos fueron arrinconando, la gente que no comulgaba con ellos fue abandonando las tierras, yéndose a las cabeceras. La autoridad por ninguna parte, las vacas sueltas con los terneros sueltos pues ya no había nadie para cuidarlos, las cercas de púa cayéndose, todo llenándose de telarañas porque es increíble cómo crecen las telarañas, en semanas se toman las casas, las llenan de telitas, mugresitos y animalitos cazados por ellas; nuestra hacienda fue decayendo, los amigos se evaporaron,  nos fuimos quedando solos en la vereda, solos los Ramírez, pues mi abuelo, antes de irse, había dicho: los hombres mueren de pie, si van a una clínica deben dejarlos fumar antes de fallecer, con los zapatos puestos, que el corazón se vaya apagando, las fuerzas abandonando, pero nunca, óigase bien, nunca hay que entregarse o dejarse derrotar por la adversidad, por animosa que esta sea. Entonces llegaron; a mí no me cogieron pues estaba yendo hacia el pueblo en la yegua baya cuando oí el tiroteo allá lejos, clarito, traído por las manos del bosque a mis orejas, un totiazón de escopetas y carabinas indicio claro del enfrentamiento de mis padres con la guerrilla; entonces volé sobre la yegua baya al galope como vuelan los colibríes, sintiendo el corazón enfermo, el estómago con un vacío enorme, el ventarrón del cabalgue contra mi cara. En la medida en que me acercaba bajaban los tiros, menguaba la tronamenta de balas, fue desapareciendo el ruido extraño de los arcabuces y los rifles, yo volaba, el silencio asimismo aleteaba, del retumbe de la pólvora se pasaba gradualmente a la calladez del monte, al mutismo de los potreros. Abrí los broches, descorrí las trancas, destrabé las cerraduras… allí, en esa costra rojinegra, negriroja, los encontré muertos, a ellos dos, mis mayores, mamá y papá sin cabezas, troncos humanos tirados cual perros muertos. Mi hermana, muerta también, con cabeza y sin vestido, desnudita, con sus senitos de adolescente al aire y sus piernitas, mujercita de diez y seis añitos, florecita, hermanita mía, con sus piernecitas abiertas, desgonzadas, inertes, le chorreaba leche entre las nalgas  de esos malditos pues la habían violado quien sabe cuántos; muerta ella, fría, con los ojos espantados de horror, con sus cabellos revueltos, sucios. No puedo perdonarles, no hay sino una opción, aquí desde esta zanja, acompañado con tantos amigos quienes nos armamos y creamos la banda de los Mochuelos, en estos árboles negros del bosque; la alternativa única es el desquite, el sacudirnos el yugo de estos montaraces que se creen dueños de todo, y subir por ellos Fernando. Levanté a mi hermanita  la coloqué en su cama, salí a buscar las cabezas de mis padres, las encontré con espinas en los ojos, tiradas sobre un rincón del corral, como si fuesen totumas humanas, las metí en un platón enorme en el cual mamá solía remojar la ropa, el platón se manchó de rojo, se tiño de la vida esfumada de mis viejos, me fui nuevamente a la casa, esforzándome, solo, levanté los cadáveres de mis padres, sus troncos, los coloqué en su lecho de matrimonio, les ajusté sus cabezas a sus llagas, no lloré, no cayó ni una lágrima de mis ojos, Fernando.

-Y yo, Capitán, que hago aquí, -¡hable bajito soldado, nos pueden escuchar, carajo!- en medio de estas dos jaurías, en medio de estos lobos salvajes que se van a matar unos a otros. <Recuerdo que me metí de soldado profesional porque así descargaba a la familia de penas, de angustias económicas, me entraría un buen sueldo; claro, arriesgaría mi vida, pondría en juego el pellejo; el cabo decía que por la patria, qué patria ni qué ocho cuartos, yo estoy aquí es por la paga, me gustan las armas, me veo poderoso cuando me pinto con rayas verdes y negras el rostro y el resto del cuerpo, ya entrenado, bien entrenado; cargo estos trastos a mis espaldas, llevo esta metralleta, estos lazos que van a servir para descolgarnos sobre los de allá abajo, los de la cañada>. ¡No nos han visto! Les vamos a dar sopa y seco, Capitán. En la cresta, mirando las  dos cuadrillas ubicadas abajo el soldado pensaba: <Cómo me reclutaron, cuánto me les escondí, pero finalmente el ejército una tarde bloqueó todas las salidas del corregimiento, fuimos cayendo como marranitos, nos subieron a ese camión carpado guardiados por dos soldados bien armados, bien decididos, no valió el llanto de mi mamá ni el gritar de las gentes del caserío, nos llevaron, marranitos al matadero, reclutas a la fuerza, metidos en un carruaje toldado, sudando, sin nada encima fuera de nuestra ropa, sin saber a dónde nos trasladaban. No supe cuántas horas duró el viaje, nos habían quitado todo, relojes, billeteras, ponchos, todo, solo nos dejaron la muda del día. Colgando de las varillas del camión, agarrado a ellas para no golpearme cada vez que el vehículo daba un giro, me dio por recordar a mi madre, a mis hermanos, a mi familia, a la vereda, la trinazón  de los pájaros, el latir de los perros, el murmullo de la quebrada La Blanca que en invierno se pone tan brava, esos pocos años de estudio en la escuela veredal, las ayudas que a diario, luego del retiro de los estudios, le daba a mi padre chuzando la tierra, retirando piedras, cercando montes,  mejorando escalones del camino, reparando el techo de la casita, trayendo leña para la cocina, recogiendo la cosecha de fríjol y las frutas de los árboles, quemando las malezas con veneno, persiguiendo las hormigas arrieras>. Aquí estoy, armado hasta los dientes, en lo alto de este acantilado, oteando los dos grupos que van a enfrentarse, dejándolos en el desangre como cuando los perros se pelean por la hembra en calor, se sacan pellejos del cuello, se arrancan las orejas y se rasguñan los costillares; dejémoslos Capitán que se enfrenten, luego les caemos, cómo le parece, así no arriesgamos fuerza propia y una vez desgarrados ellos, los barremos. <Los fines de semana eran muy chéveres, encontrarse con los amigos de la escuela, ya grandecitos todos nosotros, con pelos en el pubis, ganas de hembritas, viendo a nuestras amiguitas transformadas en señoritas quienes desfilaban en grupitos de tres o cuatro, riéndose entre dientes, cuchicheando entre ellas, mirándonos de reojo, los vestidos que se ponían,  los colores que se echaban en los labios y los cachetes, se movían contoneándose muchísimo para que notáramos sus deseos reprimidos. Verlas muchas horas, hacer ganas, querer ennoviarnos con ellas, esos eran nuestros sueños de fin de semana; e íbamos creciendo, engrosando nuestras voces, fortaleciendo nuestros músculos, usando ropa de adultos, saliendo de la niñez, enfrentando la hombría, en esa medida se nos aumentaban las angustias y comentábamos sobre las mujeres jóvenes de nuestro pueblo, y deseábamos tenerlas junto a nosotros, hasta que el Pedro  logró ennoviarse con la Nirvea, y se desmadró todo. Nos llenamos de besos en las esquinas, de retozos en las orillas del corregimiento. Bajo las arboledas, en las tardes, cuando ya afortunadamente el sol moría pues esto nos permitía tener apretaditas a nuestras novias, hacerles más cositas, darles besos con lengua, encenderlas y prendernos, sufrir del dolor de novios como lo llaman, e irnos para los ranchos pensando en Pedro y la Nirvea, o en el Agustín y su mocita, o en mí y el principio de novia que ya tenía para zalameriar los fines de semana, antes de ir a la misa. Tomándonos unas cervezas con los amigos, jugar al tejo, buscar a las muchachas quienes nos espiaban para que las invitáramos a helado, y besarlas en las orillas del pueblo>. Observe, mi Capitán, mire bien cómo se mueven los dos bandos aquí nomasito, unos abajo, otros arriba, muy cerquita de nosotros, les vamos a poder pegar en la caracola, romperles el pecho una vez estén bien heridos, fatigados.

-Cuántos, cuántos años Joaquín en estas montañas, donde vuela el chupaflor y crece el cacao, sembradas en compañía de los indios, en café, caña y yuca, en las que nacieron mis hermanos; fuimos a la escuela, nos llevaron a la iglesia a rezar aves marías. Aquí donde nos enseñaron que estas tierras son nuestras, que las debemos defender con nuestra sangre, labradas por nosotros, los colonos, desde hace ya muchas lunas. No nos debemos dejar correr pues correr es de los cobardes, sólo corren las comadrejas, las liebres… los jaguares, los tigrillos, los caimanes y las cuatronarices, el águila arpía y el cóndor no se asustan sino que se plantan en sus territorios, luchan por sus críos, atacan, gruñen, baten sus alas, muestran sus garras, lanzan sus tarascazos y lo asustan a uno, lo espantan, le ganan la batalla si uno se descuida o se acobarda. Pues lo mismo, no nos vamos a dejar, les quebraremos los huesos, les partiremos los brazos, les romperemos la vida, Joaquín. Hace unos años vinieron unas cuadrillas del ejército a sacarnos en nombre de los Mosquera, diciéndonos que estas tierras eran de ellos, que les pertenecían desde la colonia, desde hace cientos de años, que debíamos desocupar prontico o nos daban chumbimba. Ni un milímetro cedimos, ni un día les dimos, ni una hora de descanso; les cogimos a piedra, a honda, a peñascos, a flechas, a tiros de escopetas de fisto, a granadas hechizas; los sacamos corriendo, se escondían en las casas escudándose tras las mujeres, cual cucaracha perseguida por chancleta, hasta que desaparecieron de aquí, se esfumaron, se los llevó el viento. Todo volvió a la normalidad, continuamos con nuestras siembras, cultivando, limpiando de plagas los barbechos, recogiendo las cosechas, lavando los granos, tejiendo nuestras ropas, comprando las herramientas de labor, la sal. En otra ocasión nos enviaron aviones que bajaban en picada, nos tiraban bombas, metralla, nosotros nos escondimos en las cuevas de estas montañas, tantas cuevas cual granos de arena hay en las playas del río, dejamos que pasaran estos zancudos de metal y botaran sus candeladas… y nada, fuera de algunos daños en algunas de nuestras casas, no pudieron tampoco espantarnos. El miedo no es para nosotros, somos gente valiente como el jaguar o el tigre mariposo, gente de trabajo, de respeto, humilde  pero de acción. ¡Que les vamos a descabezar! Joaquín, déjelos quieticos por ahora, ellos creen que no los hemos visto; han hecho tanto ruido, tanto escándalo, se han espantado tantos pájaros, los micos chillan y chillan avisándonos que algo hay ahí abajo; claro ahí están, arrastrándose cual reptiles, reptando, hombres maliciosos, Joaquín, véalos, vienen de árbol negro en árbol negro, subiendo lentico, lentico, ya nuestra gente está apostada en las pestañas de la hondonada esperando las órdenes para que les caiga una lluvia de fuego, de perdigones, de tiros de sal vigua, de piedras y rocas grandes preparadas, listas para desprenderse sobre esos paracos malditos. No sé me por qué me da por pensar en esto ahora, Joaquín, me veo con mis seis añitos caminando al lado de mis papás, en la vereda, yendo hacia el parque principal del pueblo, con los dos hermanos y la abuelita; todos estábamos vestidos limpiecitos, bañados, con la camisa y el pantalón del domingo, las cotizas sacudidas fuertemente antes de salir del rancho pues mi mamá decía: a misa debe irse con buena presencia pues el Señor exige que sea uno limpio de cuerpo y limpio de corazón. Por la vereda corría una mariposa azul que ondulaba su vuelo en cruces y zigzag cuidándose de no ser atrapada, era azul intensa, grande, muy grande, muy bonita llena de vigor, batía sus alas con fuerza, con energía, como la que tenemos hoy para aplastar a estos malditos, Joaquín. Y, bueno, asomaban ya las casitas del pueblo, allá en el vallecito inclinado, se veían puestas en la falda de la montaña, colocaditas similares a los pesebres, con colores variados, techos de teja de barro, árboles entre las callejuelas. Los perros de las viviendas salían a latirnos, no a saludarnos, a querer mordernos; papá con el zurriago les tiraba látigo y los perros apenas chillaban de dolor, corrían a esconderse con miedo, se quedaban mirándonos entre las matas de los cercados, curiosos, asustados, siguiéndonos con los ojos vivaces de los perros, tal cual los ojos astutos de mi gozque Carbón quien no permanecía en casa. Él nos escoltaba en el viaje al pueblo y en cada vuelta del camino qué de garroteras de padre y señor mío pues estaba invadiendo el territorio sagrado del perro ajeno, lo mismo que quieren hacer estos desgraciados paracos al invadir nuestros terrenos, despojarnos de lo que es nuestro, sacarnos de aquí; igual le pasaba a Carbón solo que yo lo defendía y mi papá también, todos lo protegíamos pues era nuestro perro; algunas veces le mordían una oreja o le herían una pata, pero Carbón seguía tras de nosotros nos acompañaba a mercar y a rezar, entraba a la iglesia como Pedro por su casa: ¡el cura párroco se ponía muy bravo ante la presencia de Carbón! Carbón se acostaba en el fresco suelo del templo, ponía sus manos juntas y sobre ellas su hocico siguiendo la misa como el más fiel de los cristianos. Era increíble Carbón, mi mascota adorada, mi compañero de correrías, quien salía tras de mí para escoltarme asimismo hasta la escuela; era un perro bravo, inseparable, entendido, robusto, guerrero como somos nosotros, guerreros para defender lo nuestro, porque eso sí, lo ganado con brío y sudor no lo vamos a entregar ni por el chiras. Por nada del mundo nos van a sacar de aquí esos paracos, Joaquín.

-Entonces, Fernando, llamé a los pocos vecinos que quedaban en la vereda para que me ayudaran con los cuerpos, los enterramos, les colocamos cruces de palo, redondeles de flores silvestres; nos arrodillamos sobre la tierra húmeda, mojada tal vez por la sangre de mis padres, de mi hermanita, húmeda de las lágrimas de todos nuestro ojos, ahí sí logré llorar, gritar y tirarme al suelo injuriando a esos guerrillos malnacidos que venían a despojarnos de lo nuestro, a crear unas milicias populares afines a ellos, a violentar nuestras almas con sus exigencias y sus fusiles. Rezamos, nos apretamos unos vivos con otros vivos recordando a nuestros muertos, juramos vengarnos, juramos hacer algo, nadie nos defendía, estábamos solos, solos en medio de la manigua, en medio del campo, en medio de los pastizales y las matas de monte, con tierras domadas por nuestras familias, olvidados del gobierno, de las autoridades, de las alcaldías, solos, viendo cómo nos mataban, nos degollaban, nos trataban de terratenientes malditos, nos insultaban, nos violaban y desterraban, sí, óigase bien, nos  d e s t e r r a b a n, como si uno estuviese parado en el piso de su casa y de pronto se lo quitaran, surgiese un hueco infinito imposible de escapar, un hoyo profundísimo. Sí, d e s t e r r a d o s, sin terrones de tierra, sin hierbas, sin piedras, sin árboles, sin potreros, sin ganado, sin yucas, solo un hueco, una tronera, un agujero al infierno. Debemos ir subiendo lenticos, silenciosos, culebritas rastreras, reventarles los oídos, destrozarles las gargantas, coger sus testículos cuando estén aún vivos, apretárselos poco a poco para que vayan sintiendo lo que es violar muchachas vírgenes, apretárselos y apretárselos cada vez más fuerte hasta sentir uno cómo explota el primer huevo entre sus manos y el alarido del cabrón este sea el primer alarido pues después viene la explosión del segundo huevo; en seguida saco el cuchillonón que cargo bien afiladito, le voy quitando el escroto y el pene, lo dejo desangrándose, patiabierto, rata asesina. Aquí vengo en compañía de muchos ofendidos, Fernando. Recuerdo las jugarretas con Alfonso en las orillas de la quebrada, esa quebrada que se explanaba en las crecientes e irrigaba varios potreros y luego se recogía sobre su cauce natural, tranquila ya, pero caudalosa, deslizando sus aguas transparentes sobre las arenitas doradas y las piedrecillas negras; cómo entre su vientre corrían sabaletas de aleticas rojas, cuerpos prietos, escamas de plata, sabaleticas que pescábamos con cañas de guadua delgada, nylon, anzuelos en los que con mucha maña colocábamos lombrices de tierra gordas, rozagantes, lombrices las cuales manteníamos frescas y vivas en tarros de lata con algo de tierra; sacábamos una lombriz, la cortábamos para meterla dentro del anzuelo con algo de lástima, pues seguramente el animalito sufría al ser seccionado, qué le íbamos a hacer pues esa era la mejor forma de pescar y atraer la sabaletilla, y zúas, cuando sentíamos el tirón jalábamos duro del nylon y el pececillo surgía del agua ensartado retorciéndose, brincando, tratando de soltarse, haciendo un esfuerzo no sobrehumano sino sobreanimal para deshacerse de la trampa, pero nada, lo cogíamos, lo sentíamos resbaloso, liso, al costalito iba a dar el pez junto a otros tantos que habíamos agarrado. Esa quebrada donde nos bañábamos en calzoncillos durante horas de horas, tostándonos al sol las espaldas, el pecho, los brazos y hasta los ojos, retostándonos para luego meternos en sus aguas frescas, retozar junto a las sabaletas en los charcos profundos, colocar nuestros pies contra una piedra, recostarnos para ofrecer resistencia al agua que cubría nuestras espaldas la cual corría sin interrupción masajeándonos todo nuestro cuerpo con una gran mano de  hada acuática; volver a salir a tostarnos al sol, de nuevo regresar a la quebrada decenas de veces, felices, niños inocentes. Sigamos ascendiendo calladitos los sorprenderemos, los perseguiremos, los sacaremos de sus cuevas y sus casas, les quitaremos la vida, las mujeres, les ametrallaremos los pulmones para que sangren como nos han hecho sangrar, Fernando.

-Capitán se están moviendo ambos bandos, se están acercando unos a los bordes de las crestas de arriba y miran hacia abajo, y otros desde el fondo del zanjón miran hacia arriba, vea el brillar de la culata del arma, véalos listos a enfrentarse cual gallos finos. Y pensaba: <Estaba enrolado ya, tuso, maltratado tanto del cuerpo y del alma por este cabo maldito quien nos humillaba, siempre nos obligaba a hacer flexiones lagartijas cada que nos encontraba; si se le daba la gana nos ponía a presentárnosle cada hora, afeitarnos delante de él hasta que sangraban nuestro cuello y nuestros cachetes, ese cabo malnacido. Entrenamos meses y meses; cuando me fueron a dar de baja me acerqué al comandante, le manifesté mi deseo de enrolarme  como soldado profesional preguntándole cuáles serían las características del servicio, cuántos años. Quedé satisfecho, tomé la resolución; visité a mis padres, me despedí de ellos y a la milicia voluntaria, a ganar una buena plata para enviarle a mis viejos y sudar la gota fría; ahí jue el diablo si era duro el curso de soldado profesional, por las qué tuve que pasar, cuántos esfuerzos, cuántos ejercicios y sacrificios físicos, cuántos cursos de ideología, discursos sobre patria, subversión, paramilitares, autodefensas, guerrillas, derechos universales de los seres humanos, trato a la población, toda una carreta,  eso es solo carreta; a lo que yo vine es a ser fuerte, a sentirme más hombre, a portar un uniforme, a hacerme respetar con las armas en las manos, a tirarme desde las alturas de aviones y helicópteros, a disparar al blanco acertando a la diana, a la cabeza del enemigo, a dar en las partes vitales del contrincante, a usar toda clase de fusiles, ametralladoras, cuerdas, cuchillos, hachas, linternas, ojos nocturnos, pistolas, granadas y pertrechos que hacen al hombre hombre;  lo vuelven un guerrero, lleno de músculos y fuerza, hacen que lo respeten, lo miren como se lo merece, un varón, eso somos los que nacimos hombres, varones para ser respetados>. Capitán ya van a empezar a dar la pelea, están muy cerquita, por lo que noto ninguna de las partes se ha dado cuenta de nuestra presencia, mucho mejor, no es miedo, eso no tenemos nosotros, los de la voluntaria no tememos a nada. Su cabeza le daba vueltas y vueltas a los recuerdos: <Estamos aquí pues nos gusta la guerra, la sangre, nos gusta el olor a pólvora, el uso de la fuerza, el vigor de los músculos en la batalla, el taquetaque de los fusiles y de la metralla, eso suena muy bueno, se siente uno seguro detrás de un arma tan poderosa como esta, un fusil de estos es un compañero ideal, un toro de lidia imparable, un tigre de bengala. Y sí, me fui entrenando, cada vez me dolía menos el cuerpo, cada vez mis músculos se endurecían más, resistían mejor el atropello de las marchas, el correteo entre pantanos, ríos, caminos de piedras puntudas e hirientes, meterse por entre esos bosques espinosos llenos de lianas, arañazos a los brazos y las manos desnudas, hasta que la piel se me fue volviendo costruda, gruesa, resistente como la de una tortuga, el pelo mismo se tornó grasoso pero limpio, con la grasa de un cuerpo de macho, de hombre musculoso temeroso de nada>. Veo reptar a unos en la hondonada, moverse los otros aquí arriba sobre la colina, tomar posiciones, Capitán. <Nos enseñaron que la mejor estrategia es dejar al enemigo dividirse, enfrentarse entre ellos mismos y  arruinarse en disensiones internas. Sé que antes, hace varios años, nosotros estábamos del lado de las autodefensas, eran compañeros de armas nuestros, se hacían patrullajes con ellos, se efectuaban batidas con ellos.  Huy me atropellan, me vienen los recuerdos, vuelan por mi cabeza fantasmas sentados en sus sillones hablando, será  del susto que tengo ante esta maldita guerra, será porque huelo en el aire azufre del infierno, olor a muerto; aunque aún no hay esqueletos aquí sí sé que los habrá; recuerdos de cuando el sargento mayor nos explicaba: hay que trabajar con la banda del Bizco y sus cuadrillas, armadas hasta los dientes por los propietarios de ganados, sin importar que esa horda tenga apoyo de los traquetos, pues, decía el sargento mayor Bertildo Cuadrado, necesitamos sostén de quien sea para combatir. En las explanadas que dentro del monte encontrábamos, nos manifestaba el sargento mayor lo débil en armas, dotación, municiones de nuestro equipo mientras los Renacuajos, los Machetos y otros de los del Bizco poseían lo más moderno en artefactos de guerra. Así hicimos, nos unimos a ellos, o ellos se unieron a nosotros, vigilábamos juntos las cañadas, las veredas, los caminos, los pueblos, los puentes. ¡Daba resultado! Los guerrillos se espantaban cual lagartijas perseguidas por arrendajo, las cuadrillas adversas al Bizco huían como ratones. Pero hoy, ya nosotros nos abrimos, nos tocó abrirnos pues esa vaina, según nos explicaron, se volvió un zaperoco. Los guerrillos salieron del monte, se expandieron a crear repúblicas independientes, se encontraron con los de Pablo, vieron que luchar contra dos enemigos era complejo; igualmente sabían que enfrentarse con los de Pablo y con el ejército era pelear en dos frentes, eso es lo peor, abrir dos boquetes de batalla es derrota segura. Lo mismo le pasó a los de las autodefensas en los montes, persiguiendo venganzas y retaliaciones: de sopetón dieron con los del Patrón… pelear en dos frentes, contra guerrillos y narcos no les convenía, eso era malo. Entonces ambas partes dijeron: si estos están contra mis enemigos pues son mis amigos. Nos abrimos –la orden vino de arriba- de bandas y de malas compañías pues ya no sabíamos si estábamos combatiendo a los buenos  o a los malos, si esa unión con el Bizco terminaría enredándonos en sociedad con la mafia. Y el que a la miel se acerca algo se le pega. Recuerdo muy bien cuando íbamos a recoger miel de abejas a las oquedades de los árboles  envueltos en trapos: con humaredas y hojarascas verdes ahuyentábamos a las abejas robándoles sus panales rellenitos de almíbar, deliciosos, que chorreaban oro dulce; claro nos ganábamos varias picaduras especialmente en la cara… al otro día estábamos monstruosos, con los ojos medio cerrados e inflamados, renegridos, hinchados, felices de haber recogido una buena cosecha de miel que guardaríamos varios meses, miel que enmelotaba nuestros brazos y manos. El que a las abejas se acerca le dan dulce pero lo pican>. ¡Capitán ya por poco se ven las caras unos y otros!

-Oiga Joaquín, oiga atentico, ponga las orejas en la tierra, escuche cómo suben, se dará cuenta el reptar de estas alepruces, se mueven sobre sus barrigas deslizándose sobre escamas, pues eso deben tener, escamas, son puritas víboras, son reptiles asesinas y ladronas, vienen acompañadas de los del Pedregal, los narquitos esos se les unieron. Están esperando nuestra destrucción, engordarse con nuestras labranzas y luego, como los alacranes, quienes no olvidan nunca su condición de tal, los del Pedregal  van a destruirlos también a ellos, a los paracos, y reinando en las montañas sobre nuestros cadáveres y las calaveras de sus compañeros de ruta se apoderarán de todo e impondrán la ley del monte, la ley del narco, la ley de todo vale, la ley de la degollina, de la motosierra, Joaquín. Mi perro Carbón quien vivió con nosotros casi diez años se encalambraba de rabia si aparecía alguien extraño cerca de la casa y en compañía de Katia la perra, enrazada de bóxer, corrían a morderle las pantorrillas a los visitantes o las patas a las vacas de los vecinos cuando estas intentaban entrarse a nuestra granja. Ese Carbón que se perdía días de días persiguiendo perra en calor, regresaba maloliente, garrapatudo, todo rasguñado a la casa. Mamá en una ocasión le hizo curaciones fuertes con plantas del monte, aguas hirviendo donde se derretían los hierbajos que sanaban todo: dolores de estómago y de cabeza, cálculos biliares, llagas, caspa, pecuecas fétidas, hasta quebraduras de hueso con matas suelda-consuelda que llaman, en fin, mi madre logró recuperar al Carbón de la muenda que le habían dado; en cosa de tres días el perro jugueteaba con nosotros, brincaba repuesto de sus dolencias. Con papá, cuando faltaba la carne, sin invitar a Carbón, nos enmontábamos dos y hasta tres jornadas colocando trampas, rodeados de zancudos y mosquitos, oteando en silencio las madrigueras de zainos, guaguas, puercoespines, cuanto animal de monte se podía comer. Incluso ojeábamos los güios gordos y durmientes pues su carne, junto con la de los demás animales de la selva, es deliciosa, sabe a pollo. Regresábamos a casa cargados de buena cacería, siempre cuidando que los animalitos muertos no fuesen hembras juveniles o preñadas, pues debíamos dejar crecer las generaciones futuras para que nos diesen sustento en los meses o años venideros. Mírelos Joaquín, me estoy distrayendo con tanto recuerdo que se aglomera en la cabeza, seguramente tengo miedo, pues de hombres es tenerlo y también es de hombres superarlo, obsérvelos, son bastantes, vienen bien armados, trepan,  brillan las culatas, no saben lo que les espera.

-Bueno Fernando o deja de hacer ruido, descubrir así nuestra posición o me toca clavarle una puñalada mortal sacrificándolo a usted, aunque es mi amigo, la guerra es la guerra y el objetivo primordial es acabar con estos guerrillos, para ello necesitamos la sorpresa… con sus ruidos los vamos a alertar y desde esta posición nos pueden masacrar pues estamos debajo de ellos; cálmese, carajo, Fernando, quítese ese pánico que se le ve en los ojos, en las temblorosas manos, recuerde a qué venimos, por qué venimos, esos malandros despojadores y violadores, aliados de los narcos, de la banda de los Cuchilleros, la más terrible de todas las bandas,  la cual los puso a sembrar coca, marimba, amapola e incluso a experimentar con el yagé y el borrachero. Además de querer tomarse todas las veredas y fundar sus republiquetas, dicen estos malditos que no importan los medios  lo que importa es el fin. Si nos ablandamos, nos acobardamos, Fernando, pues nada que hacer, mejor apague y vámonos, que se tomen lo nuestro, voltiemos la jeta, salgamos corriendo a escondernos en las ciudades, a llenar los tugurios, a ver nuestras hijas prostituidas, a nuestras mujeres sufriendo en las esquinas con una casetica o un puestico de dulces y golosinas, perseguidas por la policía, robadas por los rateros, soportando el frío, el hambre de allá, de esas capitales heladas e inhóspitas. Sangre por sangre, ojo por ojo, carne por carne, así como salvajes nos toca defendernos, proteger lo nuestro, ¡ahhhhh Fernando!  Esos canalones con sus pececitos, una que otra  tortuga, sus aguas tibias, detenidas pero con un suavísimo discurrir entre las zanjas, entre las piedras gigantes llenas de musgos grises, nosotros sentados muy al amanecer, mejor dicho, antes de las horas del desayuno, con nuestros anzuelos y cordelitos, nuestras varitas y lombrices o tal cual grillo, pacientes, lanzando al agua las carnadas, compitiendo quién pescaba mayor cantidad de sabaletas; era de ver la alegría y la envidia que nos daba sacar el pescadito o ver que colgaba uno de la vara del pariente. Eran dos variedades de sabaletas: unas redonditas, con aleticas rojas, aplanaditas, del tamaño de nuestras orejas, otras larguitas, cilíndricas, totalmente plateadas, sin colores distintos, tal vez un tono amarillito en alguna aleta, sabaletas redondas, grandes y gordas, por ahí de diez centímetros. Llegábamos al desayuno, tenían el aceite caliente, hirviendo, nosotros ya les habíamos quitado las tripas a los pececitos para freírlos fresquitos y zúas al pailón, a desayunar chocolate con queso, arepa, y sabaletas frescas, muchas sabaletas. ¡Huyjueldiablo Fernando! mirando hacia lo alto acabo de ver chispear algo, será un cuchillo, un machete o un fusil, ¿será que nos vieron, nos otearon, se va a armar la gorda ya?

-Mi capi, ya casito se va a prender la fiesta, están cerquitica los unos de los otros; nosotros pegaditos a la tierra, bajo esta hojarasca con estas lamas que nos cuelgan de todas partes, mimetizados cual camaleones, aquí tirados mirando la muerte cerquitica volando con sus alas renegridas quien va a dejar calaveras, clavículas partidas, esqueletos de los que morderán el polvo y sentirán la llegada de las tinieblas a sus entrañas, esa compañera maldita de los hombres que extiende sus garras sobre nosotros los mortales, la veo Capitán, la veo llegar prontica. <Regresé de los entrenamientos con mi primera licencia al corregimiento, me encontré con los viejos, la familia; y apareció Severina preciosa con un vestidito liviano, recién bañadita, oliendo a jabón, a fresco, su pelo aún húmedo, hermoso, grueso, negro, muy negro; los hombros se le veían pues las ropas eran a propósito, ligeritas, para enamorarlo a uno, dejarlo prendido de sus movimientos suaves, suculentos, ternerita de ojos grandes y piel suave, así vi a la Severina, preciosa; cómo había crecido, qué mujerota tan bonita guardaban esas ropas; tenía quince días de licencia suficientes para enamorarla, terminar de enamorarla, pues desde el cuartel le había escrito cartas recordándola, avisándole de los progresos en la milicia, de lo hombre que me había vuelto, del macho que ella podría tener a su lado lleno de galardones, fuerza y astucia aprendida en los entrenamientos; ¡ayyyyy  las conversaciones nocturnas del cuartel con los compañeros soñando en la licencia, desnudando a nuestras hembritas entre alucinaciones de campamento! Ver a mamá, a mis viejos, los primos; esta mujercita quien sabiendo de mi arribo preguntaba, ansiosa, la hora, el día, y corría de arriba abajo a la estación del bus para conocer con exactitud el momento. Y cuando le comentaron que en menos de una hora estaba yo apareciendo, voló a su casa, se bañó todo el cuerpo estregándose con buen estropajo cualquier mugre, aplicándose dos cojincitos de champú conseguidos en la tienda de Doña Hermelinda, con el agua fresca de la quebrada La Blanca, agua fresca y limpia, así quedó mi Severina como el aíre transparente de las mañanas de estas tierras nuestras. Pues qué creen ustedes… la enamoré y me enamoré perdidamente de esta cobricita amorenada cuya piel me parecía de coneja, los ojos de ternera, los senos peras tiernas que probé con mi boca y besé. Nos acostamos la Severina y yo; no resistíamos las ganas, se nos derretía la piel, ya no me aguantaba el dolor de novio, tenía que montarla y ella, una potranquita virgen, me necesitaba, me acariciaba, me mordía, me miraba con sus ojos relumbrones, se derretía en mí, que delicia, que licencia tan maravillosa. La preñé pues hombre soy y mi semilla es fuerte, se pega donde yo pongo el cuerpo. Me escribió asustada. Le contesté: no se preocupe, usted es mi mujer, mi compañera, la voy a proteger y a querer toda la vida, esa semilla es nuestra, de los dos; orgullosa diga en el pueblo que su hijo, su vientre hinchado es mi hijo, mi simiente creciendo en su barriga>. Capitán están que se dan. Vamos a mirar desde aquí quietecitos, emboscados, calladitos, ¿le parece?   

Y entonces estalló la batalla. Las piedras rodaban por la ladera hiriendo cabezas, partiendo caderas, dislocando huesos, desgarrando piel y carne; la metralla volaba, avispa mortal, alojándose en las cuencas de los ojos, hiriendo las nalgas de los hombres, en los pechos de los combatientes, rompiendo el cuero y penetrando hondo hasta que el alma de los desgraciados se escapaba entre los rotos del cuerpo maltratado; las balas de las pistolas y los fusiles, finísimas agujas de plomo, se estrellaban contra los árboles, chispeaban contra las rocas, muchas lamían la piel de los guerreros o se hundían en las vísceras deteniendo el impulso y el grito del para o el guerrillo, generando vómitos de sangre; charcos de lodo rojos al recibir tanta vida de los hombres, tanto flujo sanguinolento chorreando de los cuerpos heridos de las víctimas. José, hombre de tierras y ganados, se levantó a disparar su punto 50, y aunque logró expeler una descarga grande, recibió en su garganta un flechazo disparado por uno de los indígenas que allí vivía, sus molares se hirieron, su nariz lanzó chorros de vida que lo acostaron finalmente sobre la tierra cegados sus ojos, perdida su alma ya en las inmensidades del cielo; Arnulfo, guerrillo viejo, valiente, labrador de campos, arador de granos, recibió en su espalda tres plomazos de metralla, puntas enormes de hierro que se abrieron en su carne y le despanzurraron pulmones y vértebras; Salguero, jovencito aún, brincaba entre los árboles y disparaba con su pistola recargándola en caliente cuando, de repente, una roca enorme le cayó en el omoplato y destruyó su cuello, rompió su garganta, le sembró en el suelo sus esperanzas  las cuales se escaparon volando hacia las nubes, muerto ya el cuerpo; Rupertino, quien venía de cuidar sus caballos y vender en el mercado de la ciudad unas reses salvadas de la hecatombe, colocado en una oquedad, apuntaba con su rifle de precisión y lograba en cada tiro que el enemigo, un campesino como él, saltara impactado por la enorme bala y desgarrada su figura cayese contra el polvo dormido para siempre; Ariel se defendía con valentía, había esquivado los impactos de la metralla y los fusiles, disparaba con su escopeta recortada casi a quemarropa a sus adversarios, labriegos también, y sonreía cada vez que un cuerpo recibía en su pecho los perdigonazos redondos y gruesos que rompían entrañas y volaban miembros. Los gritos eran terribles, los alaridos de los combatientes estremecían la vereda, acallaban el monte; un estrépito de muerte, venganza y violencia sin par recorría el aire. El combate arreciaba o aflojaba, según resultaran heridos o muertos de cada bando, hasta que finalmente estuvieron tan cerca que las armas de fuego sobraron… entonces brillaron las peinillas, centellaron los machetes y las pacoras, se desenvainaron los puñales y, cuerpo contra cuerpo, aliento contra aliento, brazo contra brazo se enfrentaron los dos bandos, deseando, tanto el uno como el otro la muerte ajena, la destrucción de su enemigo, el triunfo de su clan y el aplastamiento del contrario. Vísceras, carne rota, gargantas borbolleantes, orejas desprendidas, brazos colgando de un hilito de piel, en fin, una masacre espantosa iba tendiendo sobre el campo más y más calaveras, más y más cuerpos exánimes cuyo hálito vital se les había perdido; decenas de heridos gravísimos, algunos recostados contra los lomos de los árboles negros incapaces de levantarse pues se les estaba escapando la vida entre las llagas y los rotos provocados por cuchilladas y machetazos. Quedaron tendidos en el campo familias enteras, apellidos completos, padres, hijos, abuelos, muchos cadáveres, heridos incurables.

Poco a poco se fue durmiendo el traquetraque de la metralla y los fusiles, los gritos se apabullaron, solo quedaban lamentos y tristezas, miasmas, olor a porquería, olor a miedo y a intestino, olor a muerte, olor a hueso quebrado y sesos regados. Hediondez. Hasta el polvo de las alas de las mariposas y el chillido de las chicharras estaba teñido de flujo sanguinolento. Los pocos sobrevivientes recogían algún despojo o recuerdo de sus muertos y se retiraban del terrorífico lugar. No había vencedores ni vencidos. Aquí en esta batalla de la quebrada  “La Miel” quedaba claro: quien se desgarraba era el pueblo, quien estaba muriendo era la gente laboriosa, a quien se asesinaba era el campesinado; la pelea era por el suelo, por las laderas de las montañas, por el fríjol y el ganado, por la tierra para quien la trabaja.

Bajaron entonces los milicos quienes horrorizados y mudos habían contemplado semejante batalla. No encontraron nada, solo muertos o heridos moribundos que no se salvarían, charcos de sangre y lodo, armas y machetes regados por el suelo.      

FIRMADO SEUDONIMO: EL AZULEJO DE GAIA
REVISADO EL 22 DE JULIO.


Comentarios

Entradas más populares de este blog

GRANDES HECHOS DE CORRUPCIÓN EN COLOMBIA

UN CUENTO DE NAVIDAD

YO SÉ QUE SU MAMÁ NO ESTÁ EN EL CIELO SINO EN LA TIERRA.